Yo voté por Michelle Bachelet en la segunda vuelta de 2013. Lo asumo. Voté por ella por lo que significaba: una ex Presidenta que volvía con nuevas ideas necesarias para el Chile del siglo XXI. Si bien otros candidatos tenían similares propuestas, era más probable que ella fuera electa y, por ende, que sus ideas fueran las elegidas.
Cuando asumió, en marzo de 2014, me sentí esperanzado, pero sin ceguera. Creí que la educación gratuita, la reforma tributaria y una nueva Constitución por fin serían posibles. La Presidenta tenía los votos y el apoyo popular. Pero tan pronto como la oposición empezó a obstruir y la politiquería a hacer funcionar su máquina, todo se diluyó. Veamos.Pero ese paraíso se derrumbó gracias a un pésimo manejo comunicacional, a una Presidenta mal aconsejada y de semblante inexperto, a escándalos de corrupción, y a la desconfianza ciudadana de la clase política completa.
La reforma tributaria, criticada ampliamente por sectores económicos, nunca convenció. Si bien estaba repleta de tecnicismos y conceptos poco entendibles para la mayoría de la población, se vendió como la reforma que permitiría las otras reformas. Hoy, varios meses desde su promulgación, podemos ver que la plata no alcanzará y que se le deberán introducir modificaciones para mejorarla. Y qué decir sobre su aprobación, permitida gracias a un acuerdo político realizado entre cuatro paredes.
Para qué hablar de la reforma educacional -que en 2018 habrá gratuidad universal, que en 2016 será gratis sólo para el 70% más vulnerable, luego el 60% y, ahora, el 50%-; que la selección se prohibirá pero no totalmente; que los profesores deberán competir entre ellos para lograr mayores remuneraciones; y un largo etcétera. Una reforma llena de descoordinaciones, desaciertos comunicacionales, contradicciones y poco liderazgo por parte de sus dos ministros. En todo caso, nadie superará las joyitas de Eyzaguirre y sus volteretas semanales que sólo demostraban improvisación.
Finalmente, están las otras reformas: constitucional, laboral y de probidad. La primera, está en un eterno veremos, con el Gobierno postergando su definición hasta septiembre y con una demanda ciudadana generalizada por una Asamblea Constituyente. La reforma laboral es una maraña de medidas rechazadas tanto por trabajadores como por empresarios (sobre todo, en lo que respecta al reemplazo en huelga). Y la reforma de probidad se convirtió en la indeseada, en la que nadie quería pero que nació por la fuerza de los hechos, con una tramitación legislativa que ha dejado en el subterráneo a la imagen del Congreso Nacional.
En resumen, el Gobierno tenía todo para ganar: una Presidenta experimentada, gente joven y con energía en puestos de importancia, mayoría parlamentaria para empujar los cambios y apoyo popular en las urnas. Pero ese paraíso se derrumbó gracias a un pésimo manejo comunicacional, a una Presidenta mal aconsejada y de semblante inexperto, a escándalos de corrupción, y a la desconfianza ciudadana de la clase política completa.
Y es que la ciudadanía, como ente pensante (y no como “masa amorfa”), ha sido la gran perdedora en estos casi 17 meses de la segunda administración de Bachelet. La participación ciudadana ha sido casi inexistente, tomando forma apenas en “cabildos” o reuniones no vinculantes con las autoridades de turno. Algo inaceptable, considerando la dimensión e importancia de las reformas que se están llevando a cabo, todas con impactos directos en la calidad y estilos de vida de la población. El pensamiento reinante en La Moneda es que el pueblo ya habló en las urnas, ya apoyó un programa y a una figura; ahora es el turno de los políticos para hacer su trabajo. Para uno, que votó por el actual gobierno, que se esperanzó con el cumplimiento de un programa transformador y que, de cierta manera, prefirió creer en las promesas, es una terrible decepción.
Decepción, y no realismo. Seamos realistas: no podremos cumplir con el programa dadas las condiciones actuales. Condiciones que todo el mundo político y económico sabía que se darían. El realismo se tendría que haber dado en plena campaña presidencial, no prometiendo lo que no se iba a poder cumplir. Porque, sinceramente, hoy todo lo prometido suena a populismo. Y es que había que darle un sustento racional y real a la popularidad de Bachelet, algo que justificara sus números en las encuestas pre-elecciones.
Puede que esta columna suene escrita por un iluso, por una persona que creyó en las promesas de una persona que ya fue Presidenta y que no cumplió con todo lo que ofreció. ¿Pero qué Presidente sí lo ha hecho? Ya basta de politiquería. Si no se cumple el programa por el que muchas personas votamos, simplemente esta coalición política merece no volver a gobernar. Así de simple. Esperemos que, por el bien de Chile y de su sistema político, el gobierno empiece de una buena vez a gobernar con la ciudadanía y no a espaldas de ella. No más decepciones.
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