Hace décadas que los humanos sabemos que nuestro sistema de vida genera efectos significativos en el medio ambiente, así como la acumulación y aumento de los mismos puede llevarnos a un punto de quiebre.
Respecto a las opciones para retrasar el traspaso de ese punto de no retorno, éstas han ido progresivamente limitándose a tres. Un enfoque ecointegrador, en torno a una opción de decrecimiento socialmente sustentable; y las dos hegemónicas, control estatal o ecokeynesiana, y la opción de mercado o ecoliberal.
La legislación ambiental chilena se ha construido sobre la base, instituciones y aportes de las dos últimas escuelas, principalmente la segunda, las que son expresiones de las visiones de las dos principales fuerzas políticas que han predominado en el país desde el año 1973.
Ambas concuerdan en un punto basal. La entrega prioritaria al mercado de las decisiones estructurales y relevantes. El matiz viene dado -muy tenuemente y de manera esencialmente retórica- en la solución que propone ante las fallas que el mercado puede presentar. Es bueno precisar que estas “fallas del mercado” son otra forma de llamar a la pobreza, la desigualdad, la depredación ambiental o los monopolios.
Así, para la expresión política del conglomerado económico-financiero que hoy ocupa La Moneda, la respuesta eficaz y eficiente a estas “fallas” provendrá preferentemente del estímulo al sector empresarial, pues éste tiende a desplegar una serie de políticas y medidas que corrigen o mitigan los errores del mercado y que pueden englobarse dentro de lo que se denomina Responsabilidad Social Empresarial.
Por su parte, los cuatro partidos que formaron la coalición gobernante durante las últimas dos décadas, al menos sus directivas, enfatizan en que permitir al Estado ciertos grados de poder, planificación y sanción es necesario para cerrar estos errores o fallas del mercado.
En materia ambiental, la expresión de este acuerdo se traduce en reducir a tan solo un instrumento de gestión ambiental -por carencia, falta de facultades, inexistencia y por cierto desconfianza en otros- el espacio en que las decisiones ambientales son tomadas. Este es el Sistema de Evaluación Ambiental, en el que además de evaluar proyectos de acuerdo a la Ley vigente, se toman decisiones de la mayor relevancia tales como la vocación ambiental del o los territorios, el tipo de desarrollo que tomará el país o las fuentes de energía que se utilizarán para lograr ese objetivo.
Pese a la sobre exigencia al que es sometido, la mayor parte de los chilenos, legos o no en la materia, manteníamos una gran confianza y respeto en la institución. Y no podía ser de otra forma si la idea de que los actos deben realizarse de
buena fe, tiene consagración normativa e incluso está elevada a principio rector, particularmente en la tramitación del proceso de evaluación ambiental, en la Ley 19.300.
Además, para dar por supuesto o cumplido este principio, para la legislación chilena basta que se cumplan dos requisitos, bastante obvios y simples por lo demás:
– Que las empresa entregue los informes suficientes en forma, tiempo, calidad y calidad que la norma jurídica (que en Chile es detalladísima y rigurosa) exige para que el proyecto pueda ser evaluado.
– Que todos los funcionarios públicos que intervienen en el proceso de evaluación del proyecto, lo hagan aplicando criterios técnicos para la evaluación.
Lo que fluye prístina y evidentemente de las acusaciones cruzadas entre ambas coaliciones respecto al rol que les cupo durante la evaluación de HidroAysén son dos cosas:
– La empresa omitió información relevante para la correcta evaluación de su proyecto.
– La administración actual y la pasada evaluaron el proyecto con criterios políticos y no técnicos.
La pregunta, aterradora por cierto, es saber cuántas de las once mil resoluciones de calificación ambiental concedidas a la fecha, siete mil en ejecución, han sido obtenidas y concedidas en vulneración, arbitraria e ilegal, del principio de buena fe. O cuántos permisos ambientales, planes de manejo, mitigaciones, compensaciones, no se han decretado y/o implementado por el simple expediente de no entregar la información necesaria, la imposición política de una determinada visión de “los costos necesarios para el desarrollo” o una suma de ambas.
En la espera, mientras los propios actores, en su desesperación por separar aguas con todo lo que suene a HidroAysén, entregan más y comprometedores antecedentes, va quedando en evidencia la obsolescencia y cuestionable ética del pacto político-social que hemos aceptado los chilenos para regir nuestros destinos.
Lo obsceno, irreparable e inaceptable de permitir la destrucción de la Patagonia para satisfacer la codicia o particulares visiones político-económicas de unos pocos, está deviniendo en un impresionante incentivo para empezar a buscar otro.
* Juan Pablo Tapia es abogado
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Comentarios
19 de diciembre
Otro que habla que la construcción de un lago más Chico que Rapel es la «destrucción de la Patagonia» …… es como mucho…
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