Cuando escribo esta columna, la Unión Europea acaba de zanjar la discusión sobre la prórroga por cinco años o prohibición definitiva de uso del glifosato en dicho continente. Luego de no llegar a acuerdo el 9 de noviembre, esta semana aprobó hasta 2022 el cuestionado herbicida que Monsanto, a través de su producto RoundUp, Syngesta de TouchDown y otras multinacionales de agroquímicos (en este caso le encaja mejor el nombre agrotóxicos) comercializan globalmente.
La decisión que adoptó el bloque este martes 28 de noviembre (lunes 27 para nuestro meridiano) no es menor. Que va más allá del debate instalado sobre los posibles efectos cancerígenos sobre el ser humano, la precarización de la biodiversidad de los suelos y las cuencas (muchos contaminantes tienen la mala costumbre de viajar, más aún cuando son volátiles), la dependencia tecnoeconómica del campesinado con relación a las trasnacionales, la soberanía alimentaria.
Este compuesto químico de impacto sistémico no solo es un arma de destrucción masiva de la vida, es también un instrumento de control sobre la forma y el tipo de relación del ser humano con esa plataforma vital que es la tierra.
Sin embargo, no es el debate sobre el glifosato al que quiero apuntar. Información sobre aquello hay y bastante. Es la invisibilidad que existe en Chile del proceso que durante casi un mes vivió Europa. Uno que, como lo notaron los argentinos, pudo tener fundamentales impactos en las exportaciones agroindustriales nacionales hacia el Viejo Continente. Buscando en la prensa nacional, nada se dijo (ni ha dicho) al respecto. Situación inexplicable dado el alto nivel de exportaciones del sector agrícola.
Este compuesto químico de impacto sistémico no solo es un arma de destrucción masiva de la vida, es también un instrumento de control sobre la forma y el tipo de relación del ser humano con esa plataforma vital que es la tierra.
No está claro cuál ha sido el motivo.
Uno puede ser la tendencia a mirarnos el ombligo como país y pensar que lo que solo ocurre intramuros es relevante. En ello, nuestra prensa mucha responsabilidad tiene. Y no me digan que no era noticiosamente interesante.
En otra esquina está el Estado y sus organismos. No alertar a los productores nacionales sobre el impacto que podría tener en ellos la decisión europea es una omisión flagrante, que denota desidia en términos de la conducción que se le mandata en pro del bien común. Pero claro, cuando desde el mismo Estado no solo no se cuestiona este químico sino que incluso se fomenta, difícil pedir algo distinto.
Y, por la otra, están los gremios del agro. Los que en otros países pusieron la alerta y el ojo más allá del Atlántico. No necesariamente con un discurso proclive a la responsabilidad ecosistémica, por cierto.
Pero el silencio, quizás, tiene terceras motivaciones. Conocido es el poder que Monsanto, Syngesta, Bayer y otras trasnacionales tienen gracias a sus siderales utilidades. Esta sospechosa discreción en Chile, quizás, no sea inocua. Existe la posibilidad, excúseseme la desconfianza, que no se deba a una falta de previsión sino más bien a la necesidad de omitir un debate que en el resto del mundo tuvo en vilo un negocio de miles de millones de dólares. Hablar sobre aquello habría requerido reconocer los cuestionamientos, las pruebas que demuestran que el glifosato es un biocida que mata, que puede producir cáncer en el ser humano. Mata la vida, la fertilidad del suelo, que es aquel hermoso atril donde se compone la sinfonía de la existencia, la nuestra y de las otras especies.
Pero no todo está perdido, acá al lado, en Rosario, recién lo prohibieron, siguiendo la tendencia mundial que avanza en aquella dirección.
Serán cinco años más de aplicación en Europa de un arma letal. Y, por extensión, de permiso para seguir exportando alimentos producidos a la sombra de ese veneno.
Quizás esta represente una oportunidad. Una que permita a quienes en esta región de Aysén, como el caso de ciertos productores de cerezas en Chile Chico y Bahía Jara, han decidido cultivar alimentos al alero de químicos como el glifosato. Quizás estos cinco años puedan ser un espacio para incorporar otras prácticas. Aprendiendo de la naturaleza, no destruyéndola.
Si no lo hacen por convicción, por lo menos que lo hagan por conveniencia. En la confianza que este será el último quinquenio en que podrán comercializar vida a partir de la muerte de la biodiversidad. Porque si hay algo incoherente con Aysén reserva de vida es precisamente esa posibilidad.
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