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¿Por qué demonizaron a Hugo Chávez?

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Porque eso era Chávez: un paquete de contradicciones como, a fin de cuentas, somos todos nosotros. Con la diferencia, claro está, de que tal como lo definía Marta Harnecker, quien por espacio de siete años fue una de sus estrechas asesoras, “Chávez es contradictorio, pero fundamental para América Latina”.

Un intelectual peronista argentino, Arturo Jauretche, calificaba al movimiento liderado por el general Juan Domingo Perón como “el hecho maldito del país burgués”. Una definición que, a priori, podría servir también para conceptualizar al chavismo. Fenómeno político que ha merecido, a partir de la muerte de su líder, una serie de análisis que pretenden ir más allá de las caricaturas de trazo grueso.

El previsible deceso de Hugo Chávez, después de una larga batalla contra el cáncer, ha hecho correr ríos de tinta en los que su personalidad y su carisma han sido diseccionados desde todos los ángulos. Casi con el mismo entusiasmo con que otros se han volcado a la tarea de canonizarlo y situarlo en el panteón de los grandes héroes latinoamericanos.

Yo me quedo con una imagen que forma parte de ese álbum personal con el que cada uno de nosotros carga. No recuerdo con ocasión de qué cumbre que se realizó en Santiago, salía de mi trabajo y, en Bellavista con Pío Nono, me topé con un bus de turismo, con una discreta escolta motorizada, donde un solo pasajero miraba el horizonte urbano con la vista perdida en lontananza. En una pose estatuaria, la de quien estaba inmerso en sus propias reflexiones. El personaje era Chávez, con sus rasgos marcadamente indoamericanos donde se notaban, además, algunas gotas de ascendencia africana, expresada en sus labios gruesos y su cabellera ensortijada y morena.

En esas cumbres, a comienzos de los 2000, la presencia de Chávez era un dato casi de carácter folclórico, en medio de discursos en los que predominaba la hegemonía del consenso de Washington. Y los tratados de libre comercio parecían ser la panacea que, una vez desplomado el mundo bipolar, traerían equilibrio y prosperidad al mundo entero.

En ese contexto, Hugo Chávez cumplía un poco el rol del aguafiestas, el sujeto pintoresco pero al que nadie toma en serio, que insistía en usar un lenguaje desfasado con los tiempos en los que aludía al imperialismo, la oligarquía y otra serie de categorías ideológicas a la que la izquierda, en su conjunto, había remitido al cuarto de los trastos viejos.

Cambian los vientos

No fue sino hasta 2003, cuando asume Lula en Brasil, en enero, y luego Néstor Kirchner llega a la Casa Rosada, en mayo del mismo año, como una figura de transacción que aun siendo excéntrica, en gran medida, a la corriente principal del justicialismo, emerge como inesperado Presidente, cuando el sentido del viento empieza a cambiar a nivel hemisférico.

Y así es como del acuerdo de ellos tres, principalmente, nace el rotundo no al ALCA, promovido por George W. Bush, que Sudamérica pronuncia en la IV Cumbre de las Américas, en Mar del Plata, en noviembre de 2005. Cuando Chávez dice que el ALCA se ha ido literalmente “al carajo” y Bush hijo debe soportar una de las mayores humillaciones públicas en su mandato.

En 2006, este bloque a favor de los cambios en lo que ha sido la geopolítica tradicional del subcontinente se consolida con la llegada al poder de otros dos mandatarios, Evo Morales y Rafael Correa, para quienes el chavismo no sólo ha sido motivo de inspiración y referencia, sino también un soporte de apoyo concreto luego de ver cómo una sociedad como la venezolana, ha sido capaz de reinventarse después de una crisis terminal del sistema tradicional de partidos. Única forma de representación y validación política, según los cánones del Estado liberal.

A partir del “big bang” generado por la crisis, agudizada por la resistencia ciudadana a los interminables ajustes, la receta favorita del Banco Mundial y el FMI para combatir los déficits estructurales, y no siendo posible recurrir a los “cuartelazos” –la otra forma en que históricamente se habían resuelto en Latinoamérica los problemas de gobernabilidad–, surgen procesos constituyentes en los que se intenta refundar la política sobre la base del consenso más legitimador al que puede aspirar una sociedad: una nueva Carta Magna.

En todo este devenir histórico algo, sin duda, tiene que ver Chávez. Con sus petrodólares, con su estilo altisonante de hacer política, con sus canciones entonadas a voz en cuello, con su “Aló Presidente”, con su cesarismo bonapartista –como dirían algunos marxistas que no pasaron más allá del 18 Brumario en sus lecturas del “Moro”, pero que le sacan lustre a las escasas ideas de ahí extraídas –, ­con su cultura cuartelera que, cómo no, arrastraba desde su formación como cadete, y con esa suerte de sentimentalismo caribeño y de pastor evangélico que lo hacía proclamar, con tanta fuerza, que se aferraba a la cruz de Cristo, cuando sentía que la batalla contra las células malignas dentro de su cuerpo, parecía a punto de perderse.

La pregunta del millón, sin embargo, sigue siendo ésta: ¿por qué a un Mandatario a cuyas exequias acuden representantes de 54 países, 30 jefes de Estado y los Presidentes de todo el continente, salvo EEUU, Canadá y Paraguay, continúa, hasta después de muerto, concitando tantos odios y polémicas?

De hecho, fue el propio Nicolás Maduro, el hombre al que Chávez designó como su heredero, quien dijo en su funeral de Estado que ningún gobernante fue tan vilipendiado como él.

Lo más curioso del caso es que los denuestos que lo eligieron como blanco no vinieron sólo del campo de sus enemigos jurados: los “escuálidos”, los “majunches” y los “pitiyanquis”, sino que desde distintos sectores de la izquierda mundial –para empezar, la europea, con la honrosa excepción del italiano Gianni Vattimo, el francés Jean Luc Melenchon y no muchos más que ellos– que vieron en Chávez a una recreación del viejo caudillo militar latinoamericano, apenas remozado en las aguas de la retórica del llamado “socialismo del siglo XXI”.

Un personaje que descolocó a todos

¿Por qué se dio esto? Se necesitarían tal vez largos ensayos para dar una respuesta acabada y cabal a este interrogante. Por lo pronto, sólo me permitiré arriesgar algunas hipótesis, a modo de provocaciones provisionales.

a)      La explicación del “bonapartismo”, al que en este caso se le agrega una raigambre fascista, está relacionada con el fácil expediente de intentar definiciones sencillas y en blanco y negro para problemas complejos, que escapan al reduccionismo y la comprensión de quienes ignoran los medios tonos. Es el mismo recurso de definir al getulismo en Brasil o al peronismo en Argentina como meros sucedáneos del corporativismo mussoliniano, lo que evita tomarse el trabajo de analizar las causas endógenas que explican el surgimiento de estas corrientes.

b)      El antimilitarismo férreo, militante y a prueba de todo del que dan muestras amplios sectores de la izquierda latinoamericana, con gran vocación por el martirologio y una especie de inclinación suicida, que les impide pensar que los cuerpos castrenses también están sometidos a las dinámicas y presiones y contrapresiones que se hallan presentes en todo el resto de la sociedad. Para ellos, tras una lectura sesgada y fosilizada de los “textos sagrados” de su tradición teórica, las FF.AA. son un instrumento de coerción del poder que no pueden jugar otro rol que no sea ése, a despecho de las lecciones que, en este ámbito, han dado militares como Velasco Alvarado, en Perú; Juan José Torres, en Bolivia; Luiz Carlos Prestes, en Brasil y el propio Carlos Prats en Chile, quienes no aceptaron ser dóciles instrumentos  de poderes extrarregionales y a veces pagaron su insolencia con su vida.

La suma de todas las promesas incumplidas

Quien ha sido, dentro de los contradictores de Chávez, quizás la persona más ponderada al momento de evaluarlo, en su hora final, es la argentina Beatriz Sarlo, en un artículo titulado “Algo más que un líder autoritario” (La Nación, 7 de marzo de 2013). Allí ella tuvo la hidalguía de reconocer que “es demasiado sencillo enterrar a Chávez en el catafalco de los líderes autoritarios, como un representante más de América latina en toda su tipicidad. Quedan varias cuentas por hacer antes de dejarlo allí”.

Para Sarlo, una intelectual procedente de la izquierda, que apoyó tras la dictadura a Raúl Alfonsín y hoy milita en el antikirchnerismo, pero privilegia la reflexión antes que las pasiones desatadas, el chavismo es la expresión, de algún modo, de todas las carencias e insuficiencias que el Estado liberal no ha sabido resolver en la región.

“Frente a Chávez, la democracia debe preguntarse una vez más qué sucede con sus promesas incumplidas (…) Exige aceptar y corregir que, en la mayoría de los países sudamericanos, la democracia no ha persuadido de que es un régimen capaz de superar los límites que le plantean la pobreza y la injusta distribución del ingreso”.

Para terminar de reconocer lo que es obvio (y que es aplicable también, de alguna forma, al peronismo): “La hegemonía cultural y política del chavismo cambió, probablemente para siempre, la relación de los sectores populares con los gobiernos en Venezuela. En un nivel simbólico, Chávez aseguró su representación: se identificaron con el líder como no se habían identificado con los dirigentes anteriores, aunque éstos fueran más respetuosos de las instituciones (la cursiva es nuestra)”.

Y eso es lo que hemos visto en estos días: masas “aluvionales” –como diría algún “gorila” argentino–, mestizas y sudorosas, con vinchas atadas en sus frentes que dicen “yo soy Chávez”, que han salido a las calles para darle su último adiós al hombre que los visibilizó y los hizo ciudadanos con plenos derechos.

* La columna puede leerse completa en nuevaagendainternacional.wordpress.com

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servallas

13 de marzo

Gracias por este articulo, de muy buen nivel, con muy buen uso del idioma, un agrado. Concuerdo en un aspecto fundamental, Chavez removió la cosa, se sacudió ese algo que parecía ya asentado, con su ímpetu caribeño revolvió la pasta y puso de relieve las diferencias marcadas en la sociedad venezolana y latinoamericana en general. Sin embargo lo hizo a la manera tradicional, caudillista, gritona, mesiánica, y sobre todo, creyendo que ciertos otros gurúes latinoamericanos podrían volver a ser adorados como lo fueron en la década del sesenta por poner de relieve ese mismo hecho, creo que se equivoco. No porque su legado se pierda, no, sino porque su legado será siempre una barrera para la unidad, una barrera para la integración interna de su país porque cavo muy profundo en el sentimiento de odio entre unos y otros. Pareciera que lo más fundamental de su legado negativo podría ser el trasmitir a las nuevas generaciones que el caudillismo mesiánico aún tiene soluciones en el mundo real.

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