No deja uno de asombrarse por las terribles torturas y malos tratos a que fueron sometidos los perseguidos por las policías secretas durante las dictaduras en el continente en los años setenta. Torturas y confinamiento en condiciones inhumanas de vida. Persistentes humillaciones. Aniquilación de la personalidad. Despersonalización.
En Argentina, este espantoso régimen de terror iba unido a la terrible banalidad del mal que ejercían. Muchos ciudadanos fueron acusados falsamente de estar implicados en actividades subversivas simplemente para robarles. Eso tampoco impedía a los militares asesinar a sus víctimas con torturas igual de atroces que injustificadas, como si hubiesen sido los enemigos a los que odiaban.
A veces, agentes se peleaban hasta la muerte por el botín. En una ocasión, tras descubrir en un allanamiento varios miles de dólares, luego de asesinar a sus moradores se agarraron a balazos entre ellos. Y estas barbaries no eran casos aislados ni eran cometidos por las tropas o agentes de bajo rango. Durante la dictadura argentina –que es la que describimos- incluso un grupo de ministros tenía su propio escuadrón de la muerte que se especializaba en secuestros extorsivos.
Hace unos días leí el caso del prisionero Mario Villani que cuenta que salvó la vida porque los militares y los agentes civiles lo usaban para que reparara los electrodomésticos que robaban en las casas de los detenidos que, posteriormente, serían asesinados. Los artefactos “tenían que ponerlos en condiciones para llevárselos a sus casas o venderlos”. Los allanamientos se hacían con camiones, para transportar el botín a los cuarteles. Un grupo de tareas se encargaba de su reducción.
Se conoce el caso del llamado “Cura del Infierno”, el capellán de policía Christian von Wernick, el que, con un grupo de agentes de seguridad, secuestraba a chicos católicos, les acusaba falsamente de ser subversivos y encarcelaba. Luego se acercaba a las familias pidiendo dinero para su rescate. Recibido el dinero, los asesinaban, quemaban los cadáveres y celebraban con asados.
Otro caso impresionante es de unos sobrevivientes que contaron que, en la cárcel clandestina, no eran alimentados regularmente. A oscuras durante días, eran liberados de vez en vez para que salieran a un patio, donde debían luchar por la comida, que eran repollos podridos que les arrojaban sus celadores y que no alcanzaban para todos. En otros campos se alimentaba a los prisioneros cada dos o tres días con agua con harina y vísceras de animales crudas.
Hace unos días la prensa informó sobre el hallazgo de algunos detenidos que fueron arrojados al mar en el Río de la Plata. Las fotos muestran pies amarrados con cuerdas, cuerpos maniatados. Un impresionante detalle en las fotos revela que aparentemente a algunos prisioneros los tatuaban. El cadáver de una víctima que apareció en una playa de Uruguay en 1976, llevaba tatuadas las letras “FA”, que el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) cree que corresponde con Floreal Avellaneda. Por lo general, los detenidos recibían un número de identidad, que debían aprender de memoria. El uso del nombre les quedaba prohibido.
Otro escalofriante aspecto de la dictadura argentina es que pese a su aparente catolicismo, instruía a sus agentes utilizando “obras de Adolfo Hitler y otros autores nazis y fascistas”. Este es un caso patente de usurpación ideológica. Por otro lado, los discursos de Hitler eran también usados como un instrumento de tortura psicológica, obligando a los prisioneros, especialmente a detenidos judíos, a escucharlos interminablemente.
Los agentes argentinos se ensañaban con los presos judíos. En un espeluznante caso, un guardia obligaba a un detenido judío a salir de su celda y “le hacía mover la cola, que ladrara como un perro, que le chupara las botas. Era impresionante lo bien que lo hacía, imitaba al perro igual que si lo fuera, porque si no satisfacía al guardia, este le seguía pegando. Después cambió y le hacía hacer de gato”.
Es doloroso pensar que todavía muchos ciudadanos, pese a todo lo que sabemos sobre esos regímenes, persistan en justificar esos horrores y en defender a sus autores, a los que se atreven incluso a rendir homenaje. Es evidente que para estos regímenes, la política fue una excusa.
Una versión más extensa de esta columna en mQh2.
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