Es una calurosa tarde de verano, llega a mi escritorio una carpeta: un defensor ha solicitado colaboración. Repaso con tedio un montón enorme de hojas que contienen actuaciones judiciales, informes periciales y diligencias policiales. Entonces aparece ante mis ojos una imagen, se trata de un hombre que yace en el piso, está boca arriba con los brazos abiertos como un Cristo, sus ojos son inexpresivos, ya no hay vida en ellos. Está tendido afuera de una casa, de la que era hasta hace poco había sido la suya. Dos heridas imperceptibles le cruzan el pecho, la primera debajo de la axila, con precisión de cirujano le seccionó una arteria del corazón en dos partes; la segunda un puntazo en el estómago, que hirió varios órganos internos. El informe reza de forma solemne como causa de muerte: anemia aguda por herida cortante penetrante de corazón, para sentenciar que las lesiones son de carácter homicida.
Me intereso, busco al presunto responsable. Su nombre es M, una mujer de 35 años, era su conviviente. Se viene a mi mente la frase con la que mi abogado tutor me recibió en mi práctica profesional: “Detrás de cada causa, una historia”, ¿Cuál será esta historia?Mañana me toca ir a la cárcel, conoceré a M y le pondré un rostro a esta historia. El martes será el juicio oral. Veremos si la justicia del hombre está a la altura.
M nació en una familia de escasos recursos, fue abandonada por su madre dentro de los primeros años de vida para luego, en un arrebato de instinto maternal recuperarla. Fue una infancia dura, llena de episodios de violencia, de ires y venires. No había un hogar estable, solo el techo y comida que el hombre de turno de su progenitora podía proporcionarles. Pronto M, deseosa de afecto emigra de su hogar de origen. Se enamora de un chico de su barrio, se va a vivir con él, tiene su primer hijo y junto con ello entra al mundo del alcohol. Dos hijos más al mundo, dos parejas distintas, que pronto abandona junto a esos hijos, ellos la golpeaban; la violencia se reproduce en su vida como un sino fatal e inmutable.
En una fiesta vecinal, M conoce a H que le ofrece la estabilidad que ella anhela. Al principio todo bien, salvo que él bebe un poco y cuando eso pasa, parece otro hombre. Primero los celos, luego las restricciones. Yo trabajo, yo gano la plata para esta casa, yo decido dice H. Viene el lento aislamiento, M no recuerda la última vez que habló con su familia y sus vecinas apenas la conocen.
Un día H regresa a casa, está borracho, enojado porque no tiene dinero para seguir comprando alcohol. La insulta, con fuertes palabras le reprocha su falta de cuidado con la casa, con ella misma, que está gorda, que parece una vaca, que es una puta. La golpea por primera vez, con la mano abierta, ella guarda silencio. Los episodios comienzan a repetirse con periodicidad. Cada cierto tiempo de tensión acumulada, se desencadenan los episodios de violencia, golpes e insultos. Luego, el perdón, que ya voy a cambiar, que no se qué me pasa, que yo te amo se excusa H.
En otra ocasión H en un arranque de ira coge una silla y golpea a M en la cara, le arranca tres piezas dentales, cae la primera denuncia. H es detenido y, luego de la audiencia de rigor, a la calle con medidas cautelares en su contra. Pasa una semana y H ya está instalado nuevamente en el hogar. Dos denuncias más, las audiencias de rigor, más medidas cautelares que no se respetan. Sobreseimientos y decisiones de no perseverar se suceden en el foro. La institucionalidad queda en entredicho, M comienza a desesperarse, siente que nadie la ayuda.
Una causa más y se obtiene la primera condena: lesiones menos graves en contexto de violencia intrafamiliar sentencia el tribunal. Pago de 11 UTM y un año de prohibición de acercarse a la víctima. Ella ingresa con sus hijos a una breve estancia en un centro de acogida. Es intervenida, una luz de esperanza. Egresa con un buen pronóstico por parte de los profesionales del Centro, al parecer su estadía allí ha sido provechos, se felicitan los operadores de este sistema, se van a casa satisfechos de hacer un buen trabajo. M no puede decir lo mismo porque en casa lo espera el tirano doméstico. Se siente ahogada, sin ánimo, con dolores en el cuerpo, que no puede ni sabe cómo explicar.
El día de los hechos M despachó a sus pequeños temprano al colegio, H la manda a comprar vino, que sea una caja porque tiene sed. A su regreso ambos beben, desde que están juntos se ha hecho un hábito, ella bebe con harina dos vasos, él bebe lo restante. El alcohol comienza a producir sus efectos. Él le reprocha vulgarmente un tatuaje que M luce en su antebrazo izquierdo que tiene las iniciales de un antiguo pololo y él de ella, fruto del ímpetu de adolescentes. Le reprocha secamente llevar el “pico en el brazo, maraca culiada”. A continuación, la amenaza. M como tantas otras veces huye de la casa y se sienta en un paradero cercano a esperar que a él se le pasen las mañas. Al cabo de un rato, decide que es suficiente y regresa. H la está esperando en el umbral de la cocina, continúan los insultos, ella pasa por su lado y se percata que él tiene un cuchillo en la mano. M se asusta, se representa, de forma correcta o no, pero razonablemente, que él la va a atacar, cumpliendo algo que ella en el fondo preveía, que esperaba casi resignadamente. Ella coge un cuchillo cocinero, que tiene a la mano y le asesta dos golpes a su pareja. Uno daña el corazón, el otro el estómago.
M lleva seis meses en prisión. La institucionalidad ha fracasado estrepitosamente.
Mañana me toca ir a la cárcel, conoceré a M y le pondré un rostro a esta historia. El martes será el juicio oral. Veremos si la justicia del hombre está a la altura.
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