Imagine que usted tiene una herida en alguna parte fundamental de su cuerpo, que no puede ver, ni palpar, ni mostrar, pero sabe que está ahí, provocándole un dolor que sólo usted percibe y vive a diario. Tratará de conseguir algún tipo de ayuda, le contará a algún cercano, buscará la forma de hallar la herida y de tratarla. He observado algo similar en Chile en las últimas 12 semanas. Una especie de enfermedad que hace años generó una úlcera tan dolorosa que al fin se abrió completamente y necesita ser tratada. En varias localidades del país se ha demostrado que se debe tratar la gran enfermedad que padecemos: La educación.
Alumnos universitarios y secundarios en huelgas de hambre, movilizaciones en distintas partes del país, apoderados que por primera vez, quizás, han apoyado a sus hijos o han formado realmente parte de la educación de los niños. Pero, de todo lo anterior he notado una especie de vacío: ¿y los profesores? Júzgueme o corríjame si he caído en un error.
La verdad es que en estos tres meses no he visto una mayoría de profesores que apoyen a sus estudiantes en los establecimientos en toma. Y no sé por qué no podrían. Para mi, en particular, puede que sea un asunto bastante simple, pero quisiera saber qué pasa con el resto. Al igual que una herida, ser profesor en Chile implica que aceptamos de antemano vivir bajo una incertidumbre terrible, bajo la inestabilidad y bajo la limitación que impone una mayoría enome llamada gestión. No quiero, bajo ningún punto victimizarme ni victimizar a mis colegas, pero eso es ser profesor, sobre todo joven: trabajar para un equipo directivo mediocre muchas veces, que toma malas decisiones, y que si eres joven y trabajas bien porque disfrutas y amas tu carrera, constituyes una amenaza para "la línea de trabajo tradicional", en la que, vemos, no ha habido buenos resultados. Así pasa que termina el año, llega enero del siguiente y te comunican que no continúas. ¿Tus colegas? Bien dice el dicho que hay de todo en la viña del señor.
Creo que es un verdadero cáncer el hecho que de cuando dices que eres profesor, prácticamente te compadezcan o te admiren. No somos superhéroes, no somos padres sustituos. Y por lo mismo, desde el punto de vista de quien vive con este cáncer, es que pregunto ¿cuáles son los indicadores de calidad que necesita la educación chilena para que este cáncer se acabe? Piense del siguiente modo: como profesores pasamos en promedio unas ocho horas diarias con estudiantes. Si son estudiantes de educación general básica, esas ocho horas se destinan a "entregar contenidos" (no conocimiento, como tal), a evaluar aprendizajes (para poder cuadrar la SEP con nuestras vidas), a formar, se supone, futuros ciudadanos, pero también -y es mi vivencia personal- a conseguir camisas de colegio, zapatos, chalecos, abrigos, etcétera. No soy quién para hablar de la disfuncionalidad en las familias chilenas, pero si logramos establecer una educación de calidad que integre equilibradamente lenguaje, matemática, ciencia, historia, artes, etcétera, posiblemente estaríamos encaminados al cambio más radical y necesario: mejores personas, mejores ciudadanos. Sabemos que el conocimiento es algo fantástico y terrible a la vez, pero no es justo privar a los estudiantes de todos los niveles de su libre acceso.
Quienes tenemos mayor cercanía con los estudiantes deberíamos estar cerca de ellos; aconsejándolos, pero sobre todo apoyándolos. Alguien podría decirme -posiblemente la Ministra Matthei- que no son todos los estudiantes quienes participan de este movimiento que promueve real calidad y equidad en la educación chilena. La verdad, no lo sé. Pero si de algo estoy segura, es que si esos alumnos cuyas vidas hace tres meses giraba en torno a algo completamente ajeno a su propia educación y hoy en día están conscientes de ello, este movimiento debe seguir, y resistir. Y ahí deberíamos estar, educando, al menos a través de la experiencia.
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Foto: rodrigodizzlecciko / Licencia CC
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