En un país donde existen 57 instituciones de formación superior que dictan carreras de pedagogía en diversas especialidades, quienes cuentan, a su vez, con una amplia libertad en la construcción de sus respectivos programas de estudio -sólo regida por algunos tímidos y recientes lineamientos ministeriales en cuanto a los estándares de calidad de la educación- difícil resulta no naufragar.
Naufragan no solo quienes intentan buscar una formación docente de calidad, sino que naufragan autoridades ministeriales, profesores, gremios, académicos e investigadores. Pero esto no es algo que debiera sorprendernos, cuando gran parte de la historia de nuestra educación se ha construido bajo la influencia de otros países, como Francia y Alemania, asimilando modelos sin entenderlos. Así es como se entra en la carrera ciega de posicionarse mejor en las mediciones internacionales de conocimiento de los alumnos.
Lo que se pretende expresar no es un “chovinismo educativo”, sino un llamado a distinguir entre dar la bienvenida a todo pensamiento educativo proveniente de otras latitudes -actitud de lo más sana y necesaria- e incorporar en nuestro sistema sin cuidado alguno todo lo que llega, bajo el argumento simplón de que viene de afuera.
Podemos llenar bibliotecas enteras sólo con obras dedicadas a la educación comparada, donde encontraremos las fortalezas y las debilidades de esta metodología, sus límites y sus alcances y, por sobre todo, las precauciones que se han de tener.
El concepto que cruza todos los temas de los estudios comparativos es el de contextualización; una reflexión educativa, en torno a cualquiera de los actores (profesor, alumno, docentes-administrativos) o a las estrategias de enseñanza o mediación escolar, no puede aislar elementos o partir de otro punto que no sea el terreno.
En términos prácticos, una reestructuración de la formación docente malamente podría iniciarse con teorías educativas a priori, vengan de donde vengan. En este sentido, el padre de la fenomenología, Edmund Husserl, ya advertía acerca de la sobrecarga teórica y “prejuiciosa” e invitaba a ir a las cosas mismas, al mundo de la vida cotidiana y, en nuestro caso, por qué no decirlo, al terreno del quehacer cotidiano del profesor.
Defendiendo la posición de realizar en primer lugar un balance de las condiciones y de las necesidades de los profesores, a modo de un punto de partida de reconstrucción de la formación inicial y continua de los mismos, debemos buscar una estrategia de entrada.
La sicología social aplicada a la investigación educativa
Albert Bandura ha dedicado gran parte de su vida a teorizar respecto del aprendizaje social. Uno de sus logros, tal vez el más empleado en diversas disciplinas, es la noción de sentimiento de autoeficacia, que emana de la teoría sociocognitiva. A partir de la experimentación, el autor logra establecer la relación entre el sentimiento de eficacia de un individuo y la realización de una tarea concreta. Mientras más capaz se sienta un individuo de conseguir un objetivo, más éxito tiene en cumplirlo.
Asimismo, un individuo con un fuerte sentimiento de autoeficacia es más tolerante al fracaso, toma los objetivos y las tareas difíciles como desafíos, está menos expuesto a una depresión de no conseguir resultados satisfactorios y se repone rápidamente a logros negativos o por debajo de sus expectativas. Por el contrario, individuos con un débil sentimiento de autoeficacia, no asumen tareas complejas, no innovan ni se comprometen frente a nuevos desafíos, tienen serios problemas para reponerse de los fracasos y toman las tareas como deberes molestos.
En el ámbito educativo, las creencias de los profesores en su eficacidad pedagógica “determinan parcialmente su manera de estructurar las actividades escolares y moldean las evaluaciones que hacen los alumnos de sus propias capacidades intelectuales”.
Aun más lejos, un estudio de Gibson y Dembo muestra que profesores con un alto sentimiento de autoeficacia consagran más tiempo a las actividades escolares, otorgan a los estudiantes difíciles mayor guía y apoyo en sus trabajos, valorizan los buenos resultados e incentivan el autocontrol en sus estudiantes. Paralelamente, los profesores que tienen dudas sobre su eficacia, dedican mayor tiempo a otro tipo de actividades, abandonan rápidamente a los alumnos con malos resultados, son muy críticos con sus alumnos y establecen reglas duras y sanciones ejemplares para controlar a su clase.
La pregunta aquí es si preferimos optar por una formación para los profesores centrada en construcciones teóricas lejanas a la práctica docente, que persiga “buenos resultados” en controles de conocimiento de carácter internacional o en una que explore como punto de partida el terreno mismo, la cotidianidad del profesor contrastada con su percepción de la dificultad que encuentra frente a las tareas que le impone el ejercicio de la profesión.
Esta tal vez sea una pista a desarrollar, un camino hacia la independencia educativa, un reconocimiento a la fuerte influencia que ejerce en muchas materias el “exterior” y a lo poco crítico que somos ante ella. Así y solo así, la angustia y el fracaso de las influencias se transformarán en una inteligente reapropiación aplicada a un nuevo contexto.
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