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Filósofos chilenos y masa crítica. Congreso Idea de la Universidad

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Ello se hace más evidente cuando por estos días los filósofos nos juntamos para compartir un tema como la “Idea de la Universidad”. Prácticamente toda la filosofía en Chile ocurre dentro de una Universidad, y las Universidades están hoy en la política (la “agenda”) nacional. Están en el centro de debates que señalan nada menos que proyectos diversos y posibles de país. Pensar filosóficamente la Universidad equivale, en estos precisos días, a ofrecer un punto de vista filosófico respecto de un debate que ocupa la formación de leyes y la opinión pública, donde se está deliberando acerca de cuál educación queremos para cuál Chile. Estos debates y deliberaciones ocurren directamente en los medios de prensa de todo tipo que actualmente existen, y en el edificio del parlamento actual en Valparaíso.

Breve ensayo a propósito del Congreso “Idea de la Universidad”, patrocinado por los departamentos de filosofía de la Universidad de Chile, de la P. Universidad Católica de Chile y de la Universidad Adolfo Ibáñez –y realizado recientemente entre el 14 y el 16 de mayo de 2014, en el edificio del ex Congreso Nacional en Santiago de Chile.

Avanzado ya este Congreso “Idea de la Universidad” –en su segundo o tercer y último día-, rodeado del ambiente tan solemne como curiosamente, y a la vez, democrático y aristocrático, y demodé, del ex salón de sesiones del Senado en el edificio del ex Congreso en Santiago, el integrante de una mesa –un conocido miembro relativamente joven de la comunidad filosófica chilena-, un poco, tan solo un poco, saliéndose del tema en cuestión, mencionó la baja asistencia a este Congreso.

Poco público general (ciudadano), pocos académicos colegas de los presentes, y pocos estudiantes de filosofía de las escuelas metropolitanas interesados en escuchar y preguntar: hubo lamentables mesas mañaneras en las cuales los integrantes de esas mesas de expositores fueron uno más que la suma de todo su público y audiencia -aunque esos muy pocos cómodamente arrellanadas sus posaderas en los amplios sillones que una vez fueron exclusiva prerrogativa de los “honorables”-.

Por si eso no fuera suficiente, varios de los que exponían en las mesas luego desaparecían, demostrando nulo interés en conocer el pensamiento de los colegas.

La cuestión de una escasa audiencia fue más mencionada que pensada. La cosa, digamos, quedó (una vez más) flotando o volando unos pocos metros (¿o kilómetros?: ya Aristófanes hablaba de los filósofos y las nubes) por encima de todas esas cabezas y cuerpos filosóficos. Hagamos que baje unos centímetros.

Atendamos a la pertinencia del tamaño de una audiencia filosófica. ¿Es necesario contar el número? Jorge Millas, todavía viviente, quizás hubiera respondido que no es necesario. Que lo relevante siempre es la calidad pensante (la de una razón y un espíritu entendido a su modo), de esos pocos que están (ver: El desafío espiritual de la sociedad de masas, capítulo acerca de la Universidad).

M. Heidegger, si acaso lo hubiéramos invitado (¡!), tal vez sería de una opinión parecida –por supuesto, con un argumento distinto (ver la “Introducción a la metafísica” y su cuestión con la historicidad)-.

Si me preguntan a mí –o le preguntan a un texto de A. Fielbaum publicado en “Filósofos chilenos y el Bicentenario” (Ed. Chancacazo, 2012)-, creo que responderíamos de una manera distinta, que la formación de audiencias es, junto con la transmisión de bibliografías a través de muchas y plurales conversaciones, y el ejercicio continuo de nuevas escrituras, elemento clave en la forma de un quehacer filosófico. Entonces, para los dichos de Heidegger, además de leer su propuesta por los pocos, también habría que atender a la inmensa y tradicional audiencia alemana que lo estaba escuchando y atendiendo los asuntos de la filosofía de su tiempo.

Esos pocos presuponían unas largas tradiciones de muchos, y se hablaba de unos y otros en un contexto incluso de tradiciones en conflicto.

En cambio, cuando en Chile y en filosofía se trata de “pocos”, ello no constituye un argumento de tipo filosófico exclusivamente, o un adjetivo meramente ocasional respecto de lo que importa. Es, dijéramos, también un hecho de tipo sociológico e institucional del quehacer filosófico en Chile. Es parte constituyente de ese quehacer como “mundo”.

Ello se hace más evidente cuando por estos días los filósofos nos juntamos para compartir un tema como la “Idea de la Universidad”.

Prácticamente toda la filosofía en Chile ocurre dentro de una Universidad, y las Universidades están hoy en la política (la “agenda”) nacional.

Están en el centro de debates que señalan nada menos que proyectos diversos y posibles de país. Pensar filosóficamente la Universidad equivale, en estos precisos días, a ofrecer un punto de vista filosófico respecto de un debate que ocupa la formación de leyes y la opinión pública, donde se está deliberando acerca de cuál educación queremos para cuál Chile. Estos debates y deliberaciones ocurren directamente en los medios de prensa de todo tipo que actualmente existen, y en el edificio del parlamento actual en Valparaíso.

A Valparaíso son convocados, acuden o son recibidos, educadores, sociólogos, economistas, historiadores, ingenieros, etc., para participar en los debates en las comisiones ocupadas de la agenda legislativa sobre educación y sobre universidad. No sé de ningún filósofo que haya cruzado para eso las puertas del Congreso.

¿No nos interesa como filósofos ir allá? ¿Para qué hacemos un Congreso acerca de la “Idea de la Universidad” simultáneamente a los hechos que estamos describiendo? ¿Para nuestro disfrute intelectual? ¿Para el mayor desenvolvimiento de las ideas? ¿Para que permanezca como una posible u olvidada herencia a eventuales generaciones de quizás cuándo?

Por “masa crítica” podríamos pensar varias cosas harto diferentes. Quedémonos aquí con lo siguiente: la nación de “masa” hablará de cierta cuestión con la cantidad, de modo que el número dice algo así como un mínimo de individuos reunidos y acordados en un común, a partir del cual (lo “crítico”) se puede esperar su capacidad de generar varios hechos.

Por ejemplo, una “masa crítica” permitiría generar pensamiento alrededor de alguna tradición (o tradiciones). Esto significa crear algo así como alguna “corriente” chilena en filosofía, ya sea que se trate de una referida a una escuela mundial (“universal”) de filosofía -por ejemplo, como corriente chilena consistente y reconocida de interpretación de Kant, de la hermenéutica, del pensamiento de Dussel, de Valentín Letelier, o de Derrida-, ya sea como generación de una corriente singularmente chilena (cosa del todo posible ya que ha ocurrido aquí cerca, al otro lado de la cordillera, en Argentina; véase la llamada filosofía de la liberación).

En cambio sin una “masa crítica” pareciera que solamente alcanzamos esfuerzos personales, la mayoría de ellos consistentemente olvidados al poco tiempo de la muerte de sus autores (véase lo sucedido con el mismo J. Millas, lo sucedido con Luis Oyarzun o con F. Schwartzmann, recientemente fallecido en la más completa indiferencia general; no me extrañaría nada que Humberto Giannini o Pablo Oyarzún, y otros, siguieran la misma suerte).

Sin duda un hecho de esta “masa crítica” permitiría incrementar la fluidez y facilidades para el debate entre los filósofos que habitualmente hacen su quehacer en Chile. Hoy por hoy ocurre una suerte de temor al debate, y con motivos: si el debate genera conflicto, éste posiblemente genera distanciamientos. Como ya de partida somos pocos y trabajando en esfuerzos individuales, el debate aumenta la probabilidad de los aislamientos.

Para evitar quedar o generar aislamientos, no discutimos. Una “masa crítica” posibilita que los debates lleguen a generar bandos, o sea grupos con ideas compartidas y no individuos aislados –y que en cada bando se continúen los trabajos para argumentar sus posiciones-. Tenemos la posibilidad de una “vida” filosófica como mundo plural.

Una “masa crítica” también facilita generar influencia sobre una comunidad política. No es sincero decir que a los filósofos no nos interesa ser consideramos en lo público. Queremos ser escuchados, tomados en cuenta – como cualquiera, por lo demás. Si hacemos este Congreso “Idea de la Universidad” quisiéramos que un parlamentario nos invitara a presentar algunas conclusiones, que el Consejo de Rectores igualmente se interesara, que el ministro de educación nos llamara a conversar.

Ahora bien, no solamente pensamos en los filósofos como “masa crítica” actuando en el Congreso Nacional y en el Ministerio de Educación, también la pensamos actuando dentro de cada Universidad. ¿Acaso no nos queda sino la rendición ante la lógica técnico-gestionaria que arrasa con el sentido de espacio para la formación de seres humanos y de ciudadan@s que queremos en las Universidades chilenas actuales?

Poco público en un evento que se anuncia como: Congreso Idea de la Universidad, en Chile, en la coyuntura del primer semestre del año 2014, con 3 días de mesas de ponencias y mesas de invitados, con invitados extranjeros –de Latinoamérica y Europa-, y en el ambiente de agradable confort de un edificio de categoría –con cafetería de primer nivel incluida-.

¿Qué vamos a hacer? Porque aquí no se trata ya de la insufrible queja y lamento intelectual por el humanismo.

Una propuesta: los filósofos debemos hacer un esfuerzo especial por comunicar. No un esfuerzo, una prioridad en la comunicación, en la amabilidad y facilidad en la comunicación de nuestras ideas a los demás –sean colegas, estudiantes o ciudadan@s en general-.

Los conceptos cuando filosóficos son cualquier cosa menos palabras evidentes. Entre lenguaje cotidiano y comprensión usual, y lenguaje filosófico hay un “salto” (que muchas veces no es advertido).

Pero en la medida en que, ya sea que pensamos temas de interés nacional –como lo es actualmente la cuestión universitaria y la “educación superior” (la “cuestión de la educación en Chile”)-, ya sea que pensamos asuntos que pueden importar a la existencia humana también de todos nosotros -por ejemplo, el modo de vida en las grandes ciudades o la existencia de las sociedades humanas respecto de una naturaleza acorralada-, y también cuando discutimos asuntos específicos (algunos hablan aquí  de cuestiones “técnico-filosóficas”, generando un complicado asunto para la filosofía con solo plantearlo así), de los discursos filosóficos, parece necesario –o al menos muy razonable-, atender a una lengua de acercamientos.

A ninguna parte llegaremos con repetir una jerga de especialistas –al lado de la cual, nos saca ventajas la jerga experta de los economistas y sus “políticas públicas”-. El mundo moderno ha devenido y al parecer sigue deviniendo cada vez menos interesado en la lengua filosófica (lo cual no implica que deje de resultar una época profundamente filosófica). Nuestra lengua debe, en cada momento, encontrar su legitimidad comunitaria.

Incluso queremos proponer que los filósofos deben poner mayor atención a ciertas necesidades de actuar en la vida social con medios actualmente vigentes. Me refiero a que este Congreso seguramente adoleció de una “estrategia de comunicación pública”. Que nunca se lo pensó ni se trabajó para que se constituyera en un evento posible de entrar en una agenda cultural ciudadana. Para eso hay que contratar a periodistas o gente de comunicación que posibilite esta visibilidad ciudadana.

Aquella legitimidad de que hablamos en párrafo anterior, es hoy un “desafío” –para asumir la escritura de J. Millas-. La filosofía como ocupación de una elite no necesita trabajo extra. Como una elite con un sesgo aristocratizante, cuyo heraldo es una lengua incomprensible, dicha a una velocidad inconmensurable, más semeja el medio para una elite que surge desde una clase media de ciudadanos escaladores, acomodada en una tradición que supone a los filósofos como “la gente de la inteligentia”.

Idea arrogante y estúpida de la inteligencia –inteligencia que la postmodernidad hace rato nos ha enseñado en sus aspectos múltiples y confusos-.

Me pone triste que tan estupendo Congreso, donde me tocó participar, y donde encontré muchos rostros de amig@s, no pueda proyectarse donde puede llegar.

—–

Foto: nexnearapha / Licencia CC 

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30 de mayo

Habiendo cursado la carrera de filosofía en una universidad tradicional, me vengo preguntando hace un rato ya: ¿por qué un público o audiencia general –no formado particularmente en filosofía– debiere prestar atención a lo que dicen aquellos investidos del título de «filósofos»? Conectando con lo expuesto por el columnista: ¿por qué atender a lo que «los filósofos» pudieren decir acerca de «la idea de universidad»? La pregunta no tiene nada de retórica e intenta expresar un genuino interés por el estado del quehacer filosófico en nuestro país. Quizás para responder a la baja asistencia atestiguada por Fernando (y al aparente desinterés de los propios expositores por otras mesas temáticas) habría que comenzar por hacer otro congreso, uno que llevara por título algo así como: «El lugar de la filosofía en la división social del trabajo: el caso chileno (o ¿qué hace un profesional de la filosofía en Chile para ganar dinero?)». Dado que el discurso filosófico de corte académico parece generar una distancia con el gran público, bien valdría probar un enfoque distinto al de aquella palabra sofisticada y pretendidamente erudita, a saber: el reflexionar rigurosamente sobre el (propio) quehacer filosófico en términos institucionales; esto es, intentar responder de manera franca a algunas preguntas incómodas, como por ejemplo: ¿qué se hace en nombre de la filosofía? ¿qué formas adopta institucionalmente? ¿cuáles serían las pretensiones de ese quehacer institucional?, ¿qué participación poseen los profesionales de la filosofía en el debate público? etc., etc., etc. Lo más probable es que en un congreso de estas características la asistencia fuese más baja aún, pero, al menos, se definiría un modo de aproximarse a las inquietudes que el columnista nos da a conocer, y que, eventualmente –y contra la inercia de la industria académica–, ayudare a echar luz sobre aquellas preguntas que muy pocos «filósofos» están pensando.

Manuel Alejandro Aros Nadal

09 de junio

Hasta sintomático resulta la ausencia de comentarios a esta ponencia, por eso escribo éste. Estoy muy de acuerdo con todo lo que ha expresado de la filosofía chilena, de su mayoría parece emanar un aire de soledad y nostalgia por Europa. Pero hay otro grupo de pensadores como el profesor Carlos Pérez Soto, Gabriel Salazar, Fernando Atria, entre otros, incluido usted, que sí parecen estar pensado en colectivo, con los ciudadanos, problemas que aquejan a nuestro país. Estas dos cosas creo, son una deuda histórica que excede a la sola filosofía y hay, por decirlo así, una suerte de memoria popular muy potente que ha sido enterrada sistemáticamente por un poder central hoy en día representado en los partidos políticos y los grandes grupos empresariales. Esa memoria, que muchas veces es oral, se resiste a morir y la filosofía chilena, a mi entender, en ella puede encontrar su destino más brillante. ¡Abrazos y ánimo!.

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