En el fondo, la «militarización de la educación» evidencia la lucha por el poder, dejando de lado los objetivos que la educación tenía de antaño: enseñar a ser personas y enseñar a ser ciudadanos de una comunidad política. En consecuencia, propongo volver a la misma pregunta que dejé planteada en un principio, pero ahora con una clara extensión de futuro: ¿cómo entenderemos la educación?
En un momento en que se discute abiertamente sobre la reforma educacional, también se hace necesario preguntarse -simultáneamente- sobre el modo o la forma en cómo es entendida la educación, ya que es uno de los pilares fundamentales para corregir la desigualdad social de un país.
Tal vez usted recuerde el mentado video de Pink Floyd («The Wall») o la película «La sociedad de los poetas muertos» del director Peter Weir. Ambos resumirían el carácter que ha asumido el actual sistema educativo chileno, que en pocas palabras podría ser llamado la «militarización de la educación», que entiende a los alumnos como producción en serie o cadena de montaje (cual fordismo del siglo XX), con un tiempo establecido de aprendizaje, de esencia profundamente anti-democrática y con un marcado giro asimétrico, donde hay una clara distinción entre los roles jerárquicos.
Existe una tendencia inacabada de nuestro sistema educativo por homogeneizar absolutamente todo, impidiendo el surgimiento de la diversidad y la aceptación de la pluralidad de visiones, perspectivas, miradas, enfoques y opiniones. Ejemplos de ello sobran cuando recordamos la estandarización de las evaluaciones (Simce o PSU), la rigidez de las conductas, el currículo, la estructura de las clases y, por último, las técnicas pedagógicas de enseñanza.
Respecto a estas últimas, hemos estado asistiendo a un proceso que no obedece simplemente a un problema de los profesores propiamente tales, sino que también al enfoque y/o mirada que se tiene de la educación en sí misma. Una educación que se concibe como «educare» (del latín: dar forma a algo) y que tiene su más fiel reflejo en el banal uso del «uniforme» (etimológicamente: sin-forma).
De este modo, no es necesario haber leído a Michel Foucault, John Dewey o Louis Althusser, para enterarse que el sistema educativo chileno busca normalizar las conductas a fin de configurar, constreñir, coartar y construir a un individuo funcional a las expectativas laborales (lo que podría denominarse «homo economicus»). Frente a esto, la educación desde la más temprana edad se transforma en la resonancia del mercado que instala dispositivos discursivos legitimadores de competencia (el ejercicio incesante de compararse). Una expresión -en términos simples- es el uso de una escala de evaluación para categorizar, clasificar y situar dentro de esquemas de segregación (1 «no sabe» y 7 «sabe»), provocando muchas veces frustración, renuencia, depresión, rabia, etc.
Es curioso, pero hoy en día estamos viendo cómo los alumnos (aplíquese al sistema de enseñanza de educación primaria, secundaria y terciaria) están construyendo su identidad en base a un sentido negativo. Siempre está el contrapunto entre el (la) «tonto»/»anormal» v/s el (la) «inteligente»/»superior». O cuando el niño(a) realiza el ejercicio de comparación frente a su otros compañeros, justificando en cierta medida su calificación («a todos en el curso les fue mal»). Ese ejemplo no hay que verlo como normal, porque es el eco de cómo ha devenido la educación en un proyecto que justifica las relaciones económicas y, por lo tanto, el mercado educacional.
Algo que aún no se entiende es que la educación no es sinónimo de «control social», entendido como un mecanismo que ignora los tiempos y la multiplicidad de metodologías de enseñanza. Es decir, no todos aprenden por igual y no todos entienden de manera similar (ni qué decir de aquellos que para efectos del sistema, son diagnosticados para usar metilfenidato, más conocido como Ritalín). Los tiempos de la educación son completamente diferentes a las realidades cognitivas y subjetivas de cada alumno(a).
En el fondo, la «militarización de la educación» evidencia la lucha por el poder, dejando de lado los objetivos que la educación tenía de antaño: enseñar a ser personas y enseñar a ser ciudadanos de una comunidad política. En consecuencia, propongo volver a la misma pregunta que dejé planteada en un principio, pero ahora con una clara extensión de futuro: ¿cómo entenderemos la educación?
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Foto: perdana.org
Comentarios
21 de agosto
Pienso que siempre es positivo volver a las preguntas en todo proceso democrático. Aquí estoy con el ministro: creo que la pregunta que haces ya ha sido respondida. Algunos quieren lucrar, creen que es posible hacerlo con calidad. En ese sentido entienden la educación como un negocio con impactos sociales positivos -para usar un eufemismo- es decir, como un bien de consumo.
Otros la entendemos como un derecho que como tal no puede ejercerse de manera diferenciada, discriminatoria y favorecer la segregación.
Tu columna apunta más hacia los métodos y lo que ocurren dentro del aula, o si se quiere, la «calidad». Y esto me parece clave. Una vez ganada la batalla por la gratuidad, selección y lucro: ¿qué estaremos entregando a nuestros hijos? ¿la posibilidad de construir su autonomía o la uniformación de su identidad en base a una reproducción en masa de científicos/humanistas/técnicos engranajes de «Un mundo feliz»?
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