A pesar de la sugestiva imagen generalizada de Chile como país modelo de democracia luego de una brutal dictadura, realmente lo que existe en este país es una democracia incompleta.
Si relacionamos esta realidad con el cabildo digital propuesto recientemente por el gobierno regional, es decir, con lo que debiera ser una muestra de participación ciudadana inclusiva, se agrava aún más el panorama.Aquella participación presentada a la ciudadanía es fragmentada y atomizada, ausente de toda injerencia en el diseño, evaluación y ejecución de políticas públicas , hasta ahora, planteadas unilateralmente, y que son parte del fondo que ha motivado el rechazo por parte de algunos sectores sociales y políticos.
Si se buscan motivos por medio de los cuales se pueda explicar parcialmente el ausentismo ciudadano en la actividad social y las políticas parche de este gobierno, no cabe duda que se llega a una multicausalidad. El sistema económico neoliberal que fomenta el individualismo y consumismo como política y medio de legitimidad; los enclaves autoritarios aun permanentes, y por lo demás obviados, en dimensiones constitucionales, electorales y ciudadanas de la institucionalidad chilena; el asesinato indiscriminado de las ideologías utópicas y normativas, a fin de cuentas cauces pasados de materialización de lo social – particular a lo político; y relacionado con esto, el pragmatismo y voluntarismo como norte para la acción de la “alta política”, derivado en el radicalismo populista, entre muchas otras.
Por esto, no es ajeno ver en estos días, gracias a la mala costumbre, a una intendenta y a ciertos concejales (¿de derecha o independientes?) discutir desde un equívoco, al sostener que la digitalización de los derechos civiles y políticos es una manera aceptable de estimulación a la participación de la población.
Pretenden bajo esta acción, reflejo de una concepción de sociedad que intenta mantener aletargado e inactivo el grueso de la sociedad y tiende a la elitizacion de la participación política, perpetuar un diseño institucional sumamente deficiente, un frankenstein de democracia participativa.
También se cae en la cobardía que viene a relucir la incapacidad de un cara a cara, de una dinámica orgánica y participativa y en la inconsciencia social de no entender – o no querer hacerlo – que aun hay un número importante de ciudadanos ajenos a este mundo digital, no por opción, sino por imposición, aunque sea síntoma de otra enfermedad.
Como bien dijo el político, filosofo y economista inglés, Stuart Mill: “Una persona con una creencia representa una fuerza social equivalente a la de noventa y nueve personas que sólo se mueven por interés”, que en el contexto actual son más de una, para la desgracia de esos noventa y nueve.
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