Una de las tesis del capitalismo, plasmada en la obra “La riqueza de las naciones” de Adam Smith, es que la mano invisible del mercado funciona de tal forma que, en la sociedad, la suma de personas buscando su propio beneficio tenderá a promover el interés colectivo. Más allá de lo debatible de la tesis, esta hipotética realidad solo se daría si existe igualdad de condiciones entre todos los participantes del juego, lo cual nunca ocurre. Porque el mercado perfecto, como todo en la vida, no existe.
Es por ello que, como una forma de emparejar la cancha, se impulsan políticas públicas relacionadas, por ejemplo, con la transparencia y el acceso general a la información, evitar la colusión y los monopolios, desincentivar las prácticas anticompetitivas, incorporar económicamente las externalidades negativas a la producción.
La propuesta apunta a que en el precio de un producto determinado esté claramente establecido cuánto se pagará por lo que se va a consumir y cuánto por el envase desechable. En una bebida por la botella, en un jugo por la caja, en las papas fritas por la bolsa de plástico, en la cerveza por la lata y así sucesivamente.
En Chile tal es el objetivo principal de la norma que obliga al proveedor a incluir etiquetas con los niveles de azúcares, grasas, sodio y calorías de los alimentos que vende. Lo mismo con el porcentaje y monto total que uno termina pagando cuando solicita un crédito o que los precios estén visibles en las vitrinas como una forma de que el cliente sepa con antelación cuánto pagará por lo adquirido. Y así existen múltiples figuras, tanto en Chile como en otros países.
Divagando sobre aquello tropecé hace pocos días con una idea que, aunque pareciera estrambótica, no es tan descabellada en un sistema con economía de mercado que, se supone, busca que cada uno tome las mejores decisiones. Es la deposit bill, que traducido al español sería algo así como boleta por el empaque.
La propuesta apunta a que en el precio de un producto determinado esté claramente establecido cuánto se pagará por lo que se va a consumir y cuánto por el envase desechable. En una bebida por la botella, en un jugo por la caja, en las papas fritas por la bolsa de plástico, en la cerveza por la lata y así sucesivamente. De esta forma, el consumidor tendría mayor claridad sobre las decisiones que adopta en su rol de tal.
Esta idea, que puede parecer imposible de implementar, no es tan distinta operativamente de muchas otras que ya funcionan. Los sellos de los alimentos, el desglose de los intereses, seguros y todos los cargos que se hace en los créditos, se escucharon originalmente como inviables de llevar adelante. Pero el interés público involucrado fue más fuerte y el sistema creó el mecanismo.
Una derivación de esto es entender que en muchos casos fomentar la importación y no la producción local, lo que hace es incentivar la compra de basura. Importar basura, a buenas cuentas. Por eso la boleta por el empaque podría ser un buen mecanismo para que vayamos tomando conciencia de los efectos de nuestras prácticas de consumo.
A uno le encantaría que el cambio de actitud de fondo fuera por mayor responsabilidad social y ambiental, pero mientras aquello no ocurra y teniendo en claro que la causa de fondo es modificar el modelo de producción y consumo general, estos mecanismos de información y mercado pueden ayudar.
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