Visiones como esta ayudan en la comprensión del fenómeno de manera seria, el ambiente de violencia –si se quiere eliminar- debe apuntar a todos sus integrantes, barristas motivados por beneficios económicos, dirigentes que usan la violencia como arma política de intimidación, carabineros poco preparados y altamente agrasivos. Solo así, la violencia en los estadios tendrá una hoja de ruta en su futura erradicación, y dejará de ser lo que ha sido los últimos 20 años, un instrumento comunicacional para los políticos y periodistas de turno.
“No existirá empadronamiento ni privilegios, es decir, no habrá una organización formal para interlocutar con los clubes y permitirá limpiar los estadios. La gente quiere disfrutar de un espectáculo de fútbol y alentar, pero para eso no se requiere de barras organizadas que planifiquen ese aliento”, Cristián Barra, Jefe de Plan Estadio Seguro.
Quitar del lenguaje oficial el nombre de un suceso no implica su desaparición. Ya lo sabe el Estado chileno con el denominado conflicto mapuche o con el problema de la violencia en los estadios. No obstante, esto fue con lo que se inauguró el, ya a estas alturas, fracasado plan de Estadio Seguro durante el año 2012. El mismísimo Ministro del Interior de ese entonces, Rodrigo Hinzpeter, señalaba que “las barras bravas se acabarán y tendremos hinchadas que no impidan que la familia disfrute de un espectáculo deportivo”. Todo esto bajo concepto de más seguridad, represión, control, sanciones, es decir, imposibilitando el ingreso de “violentos” se finalizaría, por extensión, definitivamente con la violencia.
Ya han pasado casi dos años desde su implementación y claro quedó que el negar la existencia de las barras no logró, como algunos pensaban, su desaparición. Este discurso que intentaba sacar del imaginario colectivo la presencia de hinchas organizados bajo el concepto de barra se complementó con otro de data mayor, a saber, aquel que denomina al barrista como un ser irracional, violento y potencialmente delincuente, aquellos tontitos de siempre que tanto daño le hacen al fútbol, como los han definido periodistas deportivos y políticos que sistemáticamente han “analizado” este fenómeno.
Estas dos visiones han sido la piedra angular de las políticas públicas para abordar el tema de la violencia en los estadios: oposición binaria entre un nosotros civilizados (la familia) y un ellos salvajes (los barristas), o la mera negación de su existencia. Ambas posturas abordan el conflicto desde una perspectiva simplista y reduccionista, y por ende, no han dado ni darán los resultados esperados.
El tema de la violencia es un fenómeno complejo y multicausal. Como bien señalan recientes estudios responde a un ambiente violento que va desde las “medidas de seguridad” adoptadas en la organización del evento hasta la estructura socioeconómica de un país. Asimismo, los actos violentos no siempre responden a hechos espontáneos en el que la masa exaltada se deja llevar por su aparente naturaleza animal, sino que generalmente son pensados y apuntan a demandas que no se pueden reducir a recibir más o menos beneficios económicos desde la dirigencia. El conflicto, cuando se produce, posee bastante más aristas que las nombradas, luchas entre facciones, demandas de beneficios para socios y políticas internas del club se articulan de tal manera que prohibir la entrada de un bombo parece algo irrisorio para solucionar el problema.
¿Cambio de paradigma?
Cuando salieron las primeras informaciones acerca de los actos de violencia ocurridos el domingo 9 de febrero de 2014 en el estadio Santa Laura para el encuentro entre Unión Española y Colo Colo, los hinchas en las redes sociales celebraban con haber roto, por fin, el cerco comunicacional que sistemáticamente responsabilizó en los barristas como únicos culpables de la violencia. Esa misma noche, algunos periodistas deportivos hacían mención a que Carabineros también ejercía actos de violencia indiscriminada en los estadios.
Visiones como esta ayudan en la comprensión del fenómeno de manera seria, el ambiente de violencia –si se quiere eliminar- debe apuntar a todos sus integrantes, barristas motivados por beneficios económicos, dirigentes que usan la violencia como arma política de intimidación, carabineros poco preparados y altamente agrasivos. Solo así, la violencia en los estadios tendrá una hoja de ruta en su futura erradicación, y dejará de ser lo que ha sido los últimos 20 años, un instrumento comunicacional para los políticos y periodistas de turno.
Por último, la prohibición de bombos y banderas da para pensar que todas las medidas y discursos que apuntan a eliminar la violencia ocultan un interés menos noble, a saber, integrar completamente en una estructura neoliberal el espectáculo futbolístico, rompiendo con todo tipo de resistencia y organización que no responda a la lógica del mercado, y si hilvanamos aún más, ¿sería arriesgado señalar que apuntan a destruir la forma en que las clases populares se relacionan con un deporte donde históricamente han construido su identidad?
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