Vale la pena preguntarse inocentemente: ¿para qué se hacen tantas ferias si hay tan pocos lectores? ¿Será que nuestro reducido mercado editorial se ha convencido que los lectores son pocos y pagan caro? ¿Será que los lectores compran más de lo que pueden y son más los compradores que los lectores?
Una improbable Historia de las Ferias del Libro en América Latina, mencionaría las legendarias ferias (románticas y casi pueblerinas) de los años 60. De ahí el recorrido histórico seguiría hasta los actuales Salones del Libro, con edecanes, comercio entre editores, nuevos “modelitos” dando conferencias o en mesas de autoayuda y las infaltables reuniones de escritores o agentes a puerta cerrada.
Desde Guadalajara hasta Buenos Aires, pasando por Santiago y Río de Janeiro, las “Ferias del Libro” han transitado todas las edades del mundo de la edición. Nadie duda que los editores buscan la mejor manera de vender sus libros. Nadie reconoce, también, que el gremio es quizás uno de los más delicados de piel ante los embates de la hiper-liberalización del mercado. Ya lo sabía Gutemberg, lo suyo era creerse un Dios de la palabra. O como algunos prefieren mirarse actualmente: parecido a profetas de la invención y el conocimiento.
En Chile tenemos varias ferias: la de la Estación Mapocho, varias de libros usados, alguna sobreviviente de los “verdaderos” independientes, en regiones, en San Diego, etc. De todas, quizás la que genera más controversia es la Feria Internacional de Santiago (FILSA), por su historia, por su tradición y por la potente presencia de la Cámara Chilena del Libro.
Pero ante tanto cambio y tanta aparición de ferias libres, vale la pena preguntarse inocentemente: ¿para qué se hacen tantas ferias si hay tan pocos lectores? ¿Será que nuestro reducido mercado editorial se ha convencido que los lectores son pocos y pagan caro? ¿Será que los lectores compran más de lo que pueden y son más los compradores que los lectores?
Todo tiene su costo y su beneficio. La FILSA ha ido integrando a los editores “independientes” o más revoltosos. Ha traído a grandes plumas del mercadotécnico mundo literario y también ha coqueteado con nuestra república de las letras, que tiene estructuras poco representativas y que generan teorías conspiratorias sobre crímenes editoriales de cuello y corbata.
Desgraciadamente, en Chile se piensan las políticas editoriales desde la óptica de los editores, a quienes por cierto, les cuesta harto publicar (para qué vamos a decir vender). La lógica que envolvió a los grandes conglomerados del sector es: “cómo le damos vuelta al papel para sacar más plata vía digital”. Pero claro, no todos los editores están en esa. Habemos también, muchos lectores que seguimos la vieja tradición de leer libros en papel. Preferimos depender de nuestra batería emocional para cargarnos de valor ante una página o conmovernos espontáneamente con los textos. Además, al menos en Chile, los niños siguen utilizando libros y el grueso del comercio nacional pasa por las imprentas y no los estantes digitales.
Por eso, no faltan los salomónicos que abogan por respetar (a como de lugar), la permanencia de un mercado depredador y voraz con la creatividad editorial. Como no tenemos un Fondo de Cultura Económica que nos respalde, ni una larga tradición editorial estatal colombiana o una enciclopedia del independentismo libresco argentino, nos conformamos con lo que tenemos. ¡Para qué compararnos con gigantes como Brasil o la metrópoli editorial española! Por eso, algunos diagnósticos o encuestas justifican el cobrar más a quienes más leen.
Una Feria del libro, cualquiera que esta sea, debiera ayudar a las personas a ingresar y no filtrar económicamente a los lectores. En su interior, las diferencias entre ricos y pobres deberían atenuarse con mejores ubicaciones para los editores más desfavorecidos y no otorgarle más privilegios a los que más tienen. En esa feria imaginaria, los niños y jóvenes podrían encontrar espontáneamente sus lecturas favoritas y no necesitar de adultos dirigistas que les indican cómo, cuándo y qué hojear.
Las ferias del mañana seguramente entregarán tabletas a la entrada. La libertad de descargar, comentar o incluso publicar en línea, romperá las barreras absurdas que hoy se ponen a los lectores. Para eso se requiere plata, alegarán algunos, para eso está el Estado quien debe hacerse cargo del diagnóstico, así como tener ideas y planes concretos sobre la lectura en todas las edades y eventos conmemorativos (como las Ferias o Salones).
Desde hace décadas (y de forma creciente en los últimos años), en América Latina se cree en el trabajo de un Estado cultural que otorga beneficios para la lectura, no cheques a crédito. Esta manera de entender la administración y promoción de los bienes culturales, incentiva las becas a los pequeños para que tengan más y mejores libros; no elige a dedo en asociación o contubernio con los grandes editores. En síntesis, un Estado que se la juega por una gran Feria Nacional del Libro instalada en cualquier plaza o parque principal al alcance de todos.
Esta feria imaginaria de la cual hablo –sin propiedad de unos u otros–, organizada por especialistas legitimados por su experiencia y por sus pares, cree en la máxima transparencia de los recursos públicos invertidos en cultura. En ella impera la sana representación de quienes se esfuerzan por editar lo más graneado de las letras locales y mundiales, de los dependientes o independientes.
Una feria de esta magnitud requiere de diagnósticos profundos sobre el sector y también de un financiamiento público a prueba de lobbys particulares. En ella, los libros serían los grandes protagonistas, se protegerían como recursos valiosos de nuestra cultura y no como objeto de deseo que promueve la desconfianza. En esa feria, los lectores encontrarían caminos por donde transitar sus lecturas y muchas formas de acercarse al libro. Sería lo más parecido a un encuentro feliz, no una transacción culposa como muchos lectores la experimentan hoy en día.
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Foto: Jaime Terán / Licencia CC
Comentarios
23 de noviembre
Lo mismo me pregunt’e yo alguna vez, para que escribo un blog si ya nadie lee, y llegue a la conclusión que es porque me gusta escribir lo que estoy pensando, por otra parte, la internet hoy en día permite la descarga de todo tipo de material para leer, eso hace que sea innecesario asístir a una feria dondete cobran por entrar a ella. Creo que los editores no repararán en ellos hasta que sus ventas bajen lo suficiente como para reinventarse.
Por otra parte, yo casi no compro libros en papel, los co.pro digitalmente pues tengo la costumbre de leer según el estado de ánimo en que me encuentra y en 400 grs. Transporto toda mi biblioteca en cada momentol así leo lo que se me venga a la mente pues tengo tódos mis libros conmigo.
Saludos.
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