Diría que todos los días de la semana son pedestres, aunque posiblemente el sábado sea la excepción.
El hastío del lunes, la monotonía del martes, la irrelevancia del miércoles, la expectativa de descanso no consumada del jueves, la fútil prisa del viernes, el depresivo domingo.
El sábado es mágico. O quizás solo para mi lo sea desde aquel lejano día de juventud cuando escuché por vez primera a Chicago en «Saturday in the Park».
En 63 años jamás entendí un carajo de corcheas y otras figuras que hacen que la música se pueda leer (de los logros más extraordinarios del hombre).
Desde aquella vez el sábado me olió siempre a Ron, a hierba (del césped y de la otra), a Hilton, a besos furtivos, a mar y cochayullos. La vida cayéndome encima pletórica de promesas y sentido.
De viejo, aún este día me es mágico. Y es un sábado por la tarde que leo a Kundera. Dice Milan:
«¿Que amaba Lenin de la Appassionata de Beethoven? ¿La música o el sublime ruido que le recordaba los pomposos impulsos de su alma ansiosa de sangre, de fraternidad, de fusilamientos, de justicia y de absoluto? ¿Disfrutaba de los tonos o de los sueños que los tonos le inspiraban y que no tenían nada en común ni con el arte ni la belleza»
Milan quizás no lo ve, pues posiblemente la Primavera de Praga aún lo ciega, o quizás lo ve a medias, pues la aversión al líder comunista es superior a un juicio desapasionado: La Apassionata es un verdadero himno revolucionario, quizás a la altura de la Marsellesa.
Claro que lo insinúa al mencionar un alma «ansiosa de sangre y fraternidad», pero aquello obedece a la parcialidad ideológica de Kundera y no la contundente realidad de la composición del gran Ludwin.
Las tres grandes LA: La Apassionata , La Internacional y La Marsellesa conforman (insisto Milán, a mi modestísimo entender) la Santísima Trilogía del himno revolucionario.
Bueno, y ya que leo sobre la Apassionatta, escuchémosla. Elijo a Baremboin, no , mejor una que muestre la partitura.
En 63 años jamás entendí un carajo de corcheas y otras figuras que hacen que la música se pueda leer (de los logros más extraordinarios del hombre).
Y es muy extraño, pues desde niño me asomé por sobre el hombro de mi abuelo viendo como deslizaba su pluma sobre las partituras dibujando todos esos jeroglíficos, untar la pluma sobre el tintero, vuelta al papel, regreso al tintero, otros cientos de signos sobre el pentagrama y así, tardes enteras sintiendo su insoportable hálito alcohólico en su fétido cuarto de paredes cubiertas de escupitajos violáceos (…gruesos escupitajos de vino, pan y ají)
Mi abuelo era un monstruo alcohólico, pero también lector de novelas de caballería, jugador de solitario, devoto de la Virgen del Carmen y de Lourdes, pero por sobre todo, un músico que leía y escribía música.
Hoy en día los niños aman a monstruos de Disney, de Pixar, incluso hay todo un culto a las princesas, que al final son los peores monstruos, los más falaces.
Pero déjenme confesar algo privado, muy privado: hasta el día de hoy amo a ese monstruo alcoholizado que fue mi abuelo, aquel abuelo al que no se hacía merecedor de ningún afecto, aquel abuelo, mi abuelo el músico.
Esto lo descubrí una tarde de sábado, donde las cosas que realmente importan se nos revelan.
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