Abróchese el cinturón, ponga cara de susto, baje, busque su maleta, pase por la aduana y bienvenido a Europa.
Hace ya un par de meses que estoy aquí, pero no soy el típico turista, no tengo una cuenta bancaria ni ningún soporte. No tengo papeles. Confieso que cuando entré por París llevaba sólo cinco lucas en mi billetera, pero no me preguntaron nada, ya que pasé como si fuera el dueño del mundo, sonriendo despreocupado. Cuando dejé Santiago, mi tarjeta bip! la dejé sobre una banca, como quemando mis naves para no volver.
Para mí, sólo otro melón como los compartidos en Caleta Horcón, cuando el sol pegaba fuerte en ese último verano. Cuando la mar sonaba fuerte y, como los chilenos sabemos, éramos felices con tan poco.
He dicho que no soy el típico turista. Vine para quedarme, como tantos otros que en nuestro país nunca encontramos una oportunidad, así que en vez de llorar mi suerte preferí mirar hacia otras tierras. Mi nuevo país, por lo pronto, Suecia. Trabajo en construcción, limpio casas, corto pasto o lo que sea. Supongo que en invierno sacaré nieve o lo que haga falta para vivir. Por ahora, me recibe un día soleado con el amigo que me trajo esperándome fuera del aeropuerto. Ya empieza mi aventura.
Ser un inmigrante es ser un ciudadano de segunda categoría, al menos hasta que consigues los papeles. Pero para un sudamericano no es tan fácil. Debes encontrar una pareja, algo así como el “amor de tu visa”. Lamentablemente esto no es tan fácil como parece y no me gusta usar a la gente, por lo que si conozco a una chica será de verdad.
La Europa que imaginamos está llena de prejuicios. Eso de que creen que los chilenos somos ladrones -por ejemplo- es completamente falso, con suerte conocen a los treinta y tres mineros o a Iván Zamorano. Eso de que hacemos furor por nuestro color de piel, también es falso: hay en Estocolmo una gran comunidad latina y por lo general se casan entre latinos; ese mito de que acá el que llega se hace rico, también es falso: se pasa dificultades como en Chile, sólo que acá el pobre puede comprar un buen par de zapatos o la ropa que le gusta, o vacaciones en el extranjero, sin necesidad de pagar en treinta y seis cuotas.
He querido contar un poco acerca de lo que se siente vivir aquí. El sistema de transporte es eficiente y relativamente barato, con unos sesenta mil pesos utilizas tren, metro, buses, tranvías, ferris y botes, por un mes. Las botellas de plástico y las latas valen una corona (unos ochenta pesos) y se depositan en unas máquinas de reciclaje que están en todos los supermercados. No hay botellas retornables. El alcohol se compra en unas botillerías estatales que se llaman Systembologet, las que abren de lunes a viernes hasta las 19:00 y el sábado hasta las 15.00, cerrando hasta el lunes. No es posible comprar alcohol en ninguna parte más, ni cervezas heladas en toda Suecia. Los clubes son caros y con guardias que te sacan si estás un poco bebido.
La comunidad chilena es gigante, pero no unida, salvo para las festividades. Hay un club llamado Víctor Jara, donde tocan música en vivo y se pueden comer dulces de La Ligua; hay un club deportivo llamado Los Copihues; una radio Chile; y un grupo de cueca que se llaman “Las Reinetas” (tres guapas féminas que “asuecan” nuestras raíces, acercándolas a los locales).
Llega ya el otoño y es tiempo de hacer el último asado en un parque, antes de que el frío congele todo. Por esto vamos con mis amigos a Hötorget, a vagar por su tradicional mercado, que cuenta con productos de los cinco continentes. Incluso hay una carnicería atendida por un chileno donde se puede encontrar ají pebre JB, un tesoro en estas latitudes. Es que a pesar de estar tan lejos, la patria siempre tira. Por eso de vez en cuando hacemos que nuestros amigos locales escuchen a Los Jaivas o Los Tres, y los invitamos a una cazuela o un buen asado como sólo nosotros sabemos hacer.
La última invitación a mis amistades fue a tomar melón con vino, toda una experiencia para ellos. Para mí, sólo otro melón como los compartidos en Caleta Horcón, cuando el sol pegaba fuerte en ese último verano. Cuando la mar sonaba fuerte y, como los chilenos sabemos, éramos felices con tan poco.
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Imagen: lacuarta
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