El intenso debate generado por el segundo intento de modificación del plan regulador metropolitano de Santiago revela la necesidad de dotar a Chile de un mejor sistema de gestión territorial. El mundo evoluciona acelerada e impredeciblemente y ningún análisis técnico es capaz de guiarnos hacia el futuro que ambicionamos. El único modo de avanzar es dotarnos de instrumentos capaces de elaborar horizontes consensuados de desarrollo y de asegurar la voluntad política necesaria para construirlos a largo plazo, de forma coherente y estratégica.
El caso del Gran Santiago nos ofrece excelentes contraejemplos de estos dos principios. Una incoherencia evidente es hacer grandes inversiones en transporte público en el centro de la ciudad mientras se promueve la construcción en periferia, sobre todo de vivienda social. Así, la población que más lo necesita tendrá enormes dificultades para desplazarse a un costo razonable. Y aceptar la tendencia al despoblamiento de las comunas centrales como algo inevitable y que exige desarrollar los márgenes es un enorme error estratégico. Cada vez existe más evidencia de que la competitividad metropolitana está estrechamente relacionada con la intensidad de los intercambios sociales, económicos y culturales que ocurren principalmente en las zonas céntricas.
Con esto no abogo por la densificación a ultranza, ya que evidentemente es necesario organizar el crecimiento de las periferias. Pero esa no debiera ser la prioridad ni mucho menos el único objetivo de un instrumento planificador de esta magnitud.
El territorio, entendido como un espacio social, geográfico y económico, dotado de instrumentos que permiten la movilización de sus habitantes en torno a objetivos comunes, tiene un rol fundamental en la elaboración de una estrategia de desarrollo. Pero en Chile no existe un actor institucional capaz de asumir esta función. El principio constitucional de subsidiariedad reduce al sector público a una capacidad marginal de acción y esto se agrava por la falta de coherencia de la administración. El Estado, actor dominante, ejerce su acción territorial principalmente a través de secretarías regionales ministeriales (SEREMIs) que no se complementan adecuadamente. Además del caso de la descoordinación de políticas de transporte y vivienda, podemos mencionar el fomento del empleo, educación, salud, etc. El Gobierno Regional (GORE), que teóricamente debería coordinar las políticas públicas en su territorio, tiene una influencia real muy limitada, debido a la arbitrariedad de designación del Intendente, a lo relativo de su autoridad sobre los SEREMIs, que obedecen al ministro respectivo, y al rol meramente consultivo y de veto del Consejo Regional.
Las comunas, con grandes responsabilidades sociales, tienen capacidades tremendamente desiguales, técnicas y de presupuesto, las que no alcanzan a ser paliadas con los instrumentos redistributivos existentes, como el Fondo Común Municipal y el Fondo de Desarrollo Regional. En las grandes ciudades los municipios son funcionalmente dependientes, pero algunos acumulan privilegios mientras otros cargan con los costos ambientales y sociales.
Si nuestro sistema de gestión territorial sufre simultáneamente de falta de coherencia espacial e intersectorial, no es extraño que no sea eficiente. Pero en lugar de debilitar nuestras instituciones públicas, privatizando funciones sociales fundamentales, debiéramos mejorarlas redistribuyendo competencias y recursos a los niveles más apropiados para ejercer cada función. Siguiendo el razonamiento de William Alonso, uno de los más importantes economistas urbanos del siglo XX, debemos considerar que cada estamento tiene objetivos naturalmente diferentes. Un alcalde asegurará su reelección mejorando la calidad ambiental de sus barrios, enviando basurales e industrias a otros sectores. Como los residentes pueden desplazarse, el fomento del empleo local no es esencial. Al otro extremo, para el Estado es más conveniente maximizar el aporte de una ciudad a la riqueza nacional, aunque esto tenga un costo en términos de calidad de vida. Entre ambos podría situarse un gobierno regional, obligado a mantener un equilibrio entre calidad ambiental y productividad. Aunque esta explicación es excesivamente simple, permite ilustrar bien las tendencias dominantes a cada nivel.
Pese a las reformas hechas desde el retorno a la democracia, en Chile el Intendente regional todavía es designado por el Presidente, siguiendo la lógica militar de facilitar la ejecución de las decisiones tomadas a nivel central, pero que no permite adaptarlas a la voluntad ciudadana. Y si bien es cierto existen fondos regionales que permiten redistribuir recursos, éstos son insuficientes para paliar las fuertes desigualdades entre comunas. Para que el GORE cumpla un rol de gestión territorial estratégica se debería avanzar en tres direcciones. Primero, reforzar sus competencias en cuanto a planificación territorial y políticas de bienestar, con primacía sobre los SEREMIs correspondientes. Segundo, transfiriéndole los recursos necesarios para cumplir estas funciones, según criterios explícitamente redistributivos. Tercero, aprobando la Ley Orgánica que pondrá en práctica la elección por voto directo de los Consejeros y extendiendo esta Reforma Constitucional para democratizar también el cargo de Intendente. Esto es necesario para dotar al GORE de legitimidad democrática, para acercar la gestión regional a las necesidades locales y para estabilizar su voluntad política en torno a un proyecto territorial de largo plazo.
No defiendo aquí la creación de un régimen federalista como el de Brasil, sino más bien de uno descentralizado, como en Perú. Es decir, no creo necesario entregar autonomía legislativa ni fiscal a las regiones, sino darles más capacidad ejecutiva y presupuestaria en materias de interés local. Pero a un gobierno central consolidado difícilmente le atraerá la idea de verse obligado a negociar con sub-territorios fortalecidos. Por eso este tipo de reformas tienen que gestarse desde una demanda local e impulsarse a través del empoderamiento ciudadano.
Un Gobierno Regional dotado de los recursos, competencias y legitimidad necesarios para una gestión coherente de las políticas de vivienda, transporte, empleo y bienestar tendría una capacidad estratégica decisiva, con la voluntad y capacidad para definir horizontes de desarrollo consensuados y a largo plazo. Cuando interactúan dos niveles de acción pública, con poderes equilibrados, el proyecto estratégico territorial se transforma en una herramienta de concertación y de estabilización de la voluntad política. Esto resolvería el problema recurrente de que acciones emprendidas en el ciclo anterior son interrumpidas por cálculo electoral antes que alcancen a dar sus frutos.
La gestión territorial participativa, coherente y estratégica es fundamental para el bienestar colectivo. Es hora de perfeccionar la administración de nuestras regiones y de exigir las herramientas que nos permitan actuar como ciudadanos a favor de un Chile más solidario, justo y eficiente.
(Aquí puedes encontrar una exposición más detallada de este argumento)
Foto: Ignacio Muñoz
* Matías Garretón, urbanista y arquitecto.
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