Llegando a mi casa me esperaban tres hombres. Dos de ellos estaban en el suelo haciendo tareas del jardín; el otro, que abre la puerta, es mi papá. No quiero que sufras hija, tienes que hacer como yo: a la herida le pongo una capa de cemento y otra de olvido, así se va. Pero no, esta herida no se va, la maldita sigue sangrando y haya la forma de seguir ahí viva, doliendo.
La memoria no muere, permanece, vuelve a hacerse parte de todo un país que sigue en manos de unos pocos, para los cuales la historia sangrienta de nuestro pueblo no significa nada. Así lo demostraron haciendo homenaje a uno de los torturadores más siniestros de nuestro país, negando todo el dolor de 17 años de dictadura, persecuciones, abusos, engaños y sometimiento. Muchas personas nos reunimos a demostrar nuestro más sentido repudio en contra de Krassnoff y sus secuaces, y allí vi a tantos corazones heridos, mujeres con rostro cansado, elevando un cartel de protesta, hombres con rabia, jóvenes rebeldes, mujeres con hijos que tenían ojitos llenos de esperanza.
Hoy, más que nunca ante la brutalidad de la realidad, se nos exige una respuesta ética, consecuente con nuestra lucha. Una respuesta clara y soportable en el tiempo, para que la memoria siga viva. No nos podemos dar el lujo de mantenernos impávidos frente a circunstancias que nos urgen. El silencio y el olvido no son el remedio para la unidad nacional; sólo son otro artilugio más del sometimiento al sistema de violencia que se nos impone.
Entiendo que mi papá me quiera evitar sufrimientos, pero no lo lograremos escondiendo nuestra voz debajo del cemento. Hay que abalanzarse a las calles a denunciar con toda la fuerza la injusticia, trabajar por ser más conscientes con el dolor no sólo propio, sino también, con el ajeno, reconocer en el otro un legítimo otro, verlo como un rostro que impele a la acción, de manera que descubramos de modo dialógico y consensuado, maneras de construir la paz.
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