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La mala historia del Presidente Piñera

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El Presidente Piñera recibió el jueves 18 de agosto un informe conteniendo diez mil nuevos casos documentados de violaciones, torturas y ejecuciones durante la dictadura. El mismo día, comentó las manifestaciones convocadas por los estudiantes. En el Día de la Solidaridad, expresó que tenía la impresión que la violencia se estaba tomando las calles, y que ese camino había conducido al quiebre de la democracia en 1973. Piñera sugirió que la democracia estaba en riesgo, pues las protestas se caracterizarían por ejercer la violencia, y ello podría llegar a producir “otras consecuencias” que es fácil asociar a nuevas violaciones a los derechos humanos. Una semana antes, el alcalde de Santiago había amenazado con sacar a las Fuerzas Armadas a ejercer tareas de orden público. Para el Presidente y para el alcalde, se podía repetir nuestra historia más trágica. La destrucción del país por un paro, como recalcara una desencajada ministra del Trabajo.

A fines del ano pasado, el ya caído Ministro Lavín intento recortar las horas de historia. La iniciativa gubernamental fracasó, en medio de amplio rechazo. Ahora, la iniciativa se ha convertido en la modificación de los planes de enseñanza. Eliminando análisis, fortaleciendo memorización. Quizás el Presidente la necesite. También, veremos, necesita fortalecer su capacidad de análisis crítico de procesos más profundos.

Sebastián Piñera no es un hombre que sepa describir muy bien los hechos del pasado. Esto es común, y aunque a las personas apasionadas por las humanidades nos moleste o preocupe, puede explicarse de muchas maneras y, por decirlo simplemente, no tiene nada de malo.

En el caso del Presidente de la República, sin embargo, ello es un poquito más grave. De hecho, aunque todos ignoramos, olvidamos o recordamos borrosamente aspectos de nuestra historia colectiva o personal, solemos sonreír ante lo que popularmente se ha denominado como “Piñericosas”. Incluso Wikipedia ha creado una entrada bajo tal denominación, y se incluyen allí “errores históricos” del Presidente.

Que el Presidente señale en una improvisación que en Chile existen los leopardos puede causar cierta risa. Que en un discurso planificado ignore datos precisos respecto de la expedición de Hernando de Magallanes puede ser responsabilidad de sus asesores, pero no tener mayor importancia práctica. Quizás su ignorancia respecto del árbol sagrado mapuche puede ser más significativa, por el debido respeto a la multiculturalidad en el Estado chileno. Luego, dar a Nicanor Parra por muerto (está vivo, hasta donde sabemos), o plantear que Checoslovaquia es un modelo a imitar (país que no existe desde 1993), o que Robinson Crusoe (un personaje literario) vivió en la isla del mismo nombre, puede llegar a causar, en mucha gente, vergüenza.

Hay otras ignorancias y errores que son muchísimo más graves. Que sobrepasan el nivel de la vergüenza. Uno de ellos fue firmar un libro de visitas en Alemania con una frase del himno nazi. Haciéndose el simpático Piñera estampó un “Deutschland Uber Alles” tan absurdo como ofensivo que se arregló con liquid paper o algo así. Pero aún peor es cuando el Presidente hace referencia equivocada a procesos claves de nuestra historia para construir sus propios argumentos económicos o políticos. Es decir, cuando se equivoca al rememorar hechos del pasado buscando, a partir de ello, incidir en la historia como construcción del presente y del futuro.

Respecto de los primeros, destaca la ocasión en que Sebastián Piñera señaló que el salitre, proveedor de la mayor parte de los ingresos del Estado durante décadas, se había acabado. Deducía de ello que no era factible mantener el subsidio al gas en una región, Magallanes, donde su alto consumo es imprescindible: el gas se iba a acabar.

Ni el salitre ni el gas se han acabado o se van a acabar. Lo que ocurrió y sigue ocurriendo es que sus precios han sufrido alteraciones que modifican las condiciones de explotación y uso.

Errores de descripción o interpretación, o simples lapsus respecto del pasado, pueden ser más o menos significativos. Dado que los hechos del pasado son inmodificables salvo como interpretación para el presente, lo grave, a mi juicio, es manipularlos para producir efectos políticos. La peor historiografía, como el peor periodismo, se distinguen precisamente así: por manipular la información para reforzar los intereses a los que se sirve. Dicho de otra manera, intervenir el pasado para sustentar los dogmas propios.

Esto es lo que ha hecho el Presidente de la República: caricaturiza al movimiento estudiantil como violento, cuando obviamente no lo es, para ligarlo a una amenaza de retorno al pasado que es, obviamente, irrepetible.

Las diferencias entre el Chile de hoy y el de 1973 son muchísimas. De hecho, el mundo de hoy se parece poco al de entonces. La democracia en Chile fue destruida por el impulso de fuerzas, nacionales e internacionales, que movieron al grueso de las Fuerzas Armadas a desplegar un acción terrorista impensable en nuestros días. Internacionalmente es impresentable, y nacionalmente no existe una división política entre dos mitades. Lo que ha comenzado a evidenciarse es un descrédito acelerado de la clase política frente a un descontento social que, además, se moviliza en torno a propuestas sorprendentemente viables, posibles. Un 26% de apoyo al Gobierno supone un factor emotivo, identitario, más que político, práctico, creativo. Éste último respalda las propuestas estudiantiles, empinándose hasta el 70 u 80%.

Resumiendo: ni las Fuerzas Armadas están disponibles para masacrar al pueblo chileno una vez más (toco madera), ni la movilización social amenaza con masacrar a nadie, ni es posible hacerlo, nacional e internacionalmente, material y subjetivamente, aunque alguien quisiera. El planteamiento del Presidente se acerca más a una amenaza sustentada en un deseo, antes que en un análisis de las similitudes y diferencias del Chile de hoy con los procesos sociales que cerró violentamente el Golpe de Estado de 1973. El Presidente parece manipular la historia como pasado para incidir políticamente, por medio del recurso miedo, en un tiempo presente donde tiene escaso protagonismo. Es grave.

Es más grave, aún, cuando su Ministra del Trabajo, del Interior, y vocero se suman al coro de las amenazas. Entonces uno puede asumir que el Presidente y sus ministros saben poco de historia, se mueven en dirección contraria a los vientos del tiempo presente, alimentando los fantasmas del pasado, aferrados a el e ignorando sus detalles, sin capacidad de imaginar un futuro más democrático y equitativo. Frente a la voluntad deliberativa y dialogante de la movilización ciudadana, confío en que la historiografía sobre el período actual, que ya se está produciendo, no esté obligada a escribir sus nombres con letras de sangre.

* Alberto Harambour es historiador y académico de la Universidad Diego Portales

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Foto: Globovisión / Licencia CC

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24 de agosto

No sé hasta que punto es errado –o conservador o reaccionario- advertir sobre los riesgos de la polarización política. Y aquí hay que distinguir entre aquellos argumentos que plantean tales riesgos en base al valor que se da a la Democracia como idea y actuar ético, de aquellos otros discursos que, o buscan agudizar la polarización para justificar acciones radicales “revolucionarias” o “reaccionarias”; o que buscan desprestigiar posiciones a favor del cambio o contra éste.

Cualquiera sea el discurso, colocan en tela de juicio el orden vigente. Pero el problema no es ese, sino los limites que se auto imponen tales discursos. Entonces, algunos pueden llegar a plantear su ruptura para imponer un nuevo orden “más justo”, y otros plantear la ruptura para frenar “el desenfreno democrático”. En ambos casos, el fin justifica los medios, y entonces estamos mal.

Eso fue, nada más y nada menos lo que ocurrió durante la crisis institucional de 1973. Diversas fuerzas, de extrema derecha, de extrema izquierda, comenzaron a arrinconar al sistema democrático, dando paso a una polarización donde los argumentos y discursos que se impusieron fueron los anteriormente descritos.

Lo dichos de Zalaquett reflejan muy bien un tipo de discurso “reaccionario”; pero también se van sumando los que actores que han logrado situarse como parte del movimiento estudiantil y que claramente buscan imponer el otro tipo de discurso “revolucionario”.

Y acá está el detalle, una cosa es que el movimiento no sea violentista y plantee demandas legítimas, y otra es que se expandan en y a través de éste ciertos discursos violentistas en medio de sus adherentes. Y la pugna es clara entre quienes defienden acciones pacíficas y quienes buscan imponerse como supuestos iluminados, que van más allá y que por tanto se presumen como “verdaderos revolucionarios”.

El riesgo entonces no es que la ciudadanía exija cambios de manera pacífica, el riesgo es que se impongan discursos y con ello posiciones que justifiquen el uso de la violencia, ya sea para propiciar cambios o para frenarlos.

Y ese riesgo, lamentablemente, aún cuando los tiempos sean otros, siempre es latente, para cada individuo y para la Democracia.

Saludos

26 de agosto

Es justamente esa retórica añeja, de gente como Gallardo o Larraín la que caldea los ánimos, y en ambos casos, estos apelan a la emotividad para lograr atraer más adeptos a su causa. Tal como se acaba de decir, estos discursos arrinconan la verdadera democracia. Todo esto me acuerda aquel extraordinario libro de G. Orwell titulado «La granja de los animales» Los mismos que ayer gritaban «Cuatro patas si, dos pies no» terminarán gritando «Cuatro patas si, dos pies mejor» cual estúpidas ovejas que nopueden distinguir la diferencia entre el primer discurso y el discurso final. Lo cierto es que para cada bando hay un Squealer ( Gallardo y Vallejo, como Larraín y Zalaquet) que los conducen sin que ellos mismos se den cuenta valiéndose de un discurso demonizante carente de aquel verdadero patriotismo que es el que requiere una nación de gente madura, tal como lo demostro la izquierda francesa el 2002, cuando prefirieron votar por la derecha de Jacques Chirac, antes que por el nacionalista xenobo racista de Jean-Marie Le Pen.

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