Quizás de eso se trata: de rescribir la modernidad no con una modernización vaciadora de los propios principios modernos, sino una modernidad que incorpore su propia historia, su pasado, su memoria.
Se produjo en nuestro país formalmente el cambio de alcaldes, ha habido mucho análisis electoral de los resultados, pero poca reflexión acerca de si esto significó un mero reacomodo de las fuerzas políticas o evidenciará un cambio cultural en la ciudadanía que afectará irremediablemente las estructuras de poder simbólicas. Ha sido frecuente escuchar a nuestros políticos invocarnos a mirar el futuro, olvidarnos de nuestras pesadillas y rencillas del pasado que sólo nos dividen. En una especie de contubernio aprendido, ex funcionarios y colaboradores de la dictadura militar e importantes líderes de la nueva Democracia se han unido en torno a adjetivos aparentemente cautivantes como “modernización” “innovación” “emprendimiento”, “gente” ( y no “pueblo”) “consumidores” ( y no “clase” ) en un intento por blanquear nuestra historia, para unirnos en el simple objetivo del progreso económico, sin problematizar ideas tales como “igualdad” “justicia” o en definitiva “dignidad”.
El sociólogo de la Universidad de Chile Alfredo Mayol, ha esbozado como hipótesis una crisis terminal del modelo neoliberal chileno, y más allá de si suscribo esta provocadora idea, me atrevo a insinuar que desde la perspectiva de las ciencias sociales quizás el problema es aún mayor, y hace referencia a una crisis del paradigma modernizador o de progreso vacío. Basta ver la oposición a los proyectos energéticos, o el férreo rechazo a extracción minera contaminante, o la resistencia de los barrios capitalinos a la invasión de las inmobiliarias, y al simple hecho de no permitir una faenadora de cerdos si eso afecta mi calidad de vida, incluso a riesgo de perder fuentes laborales.
¿Qué hay detrás de todo esto? Es un poco temprano para hacer afirmaciones temerarias, pero investigaciones en las que me toca participar dan cuenta de un cambio epocal, o más disciplinariamente hablando, de un “cambio cultural”, que podríamos sintetizar como una molestia del progreso, y una recuperación del pasado y la memoria como un imaginario de futuro.
Sin ser parte central del estudio, pero que evidentemente da señas de este planteamiento, el cambio de autoridades edilicias que hoy se concreta como acto administrativo y solemne refleja desde mi perspectiva el cambio al que me refiero. Quisiera partir con dos casos de los cuales menos fundamentos tengo, pero que sin duda no dejan de llamar la atención, como fueron las altas votaciones obtenidas por Carolina Tohá y Maya Fernandez Allende (que un error administrativo la despojó de su legítimo triunfo), dos mujeres símbolos de sus luchas personales y herederas de dos íconos ineludibles del pasado de la izquierda chilena. Lo mismo podríamos señalar de Providencia, que repentinamente recordó que tenía a un ex agente de la DINA a cargo de su municipio.
No obstante, quisiera concentrarme en tres comunas populares ausentes generalmente de la atención de los medios de comunicación (a menos que sea por hecho delictivos) en donde desde el retorno de la democracia jamás la derecha ha obtenido una victoria. Me refiero a La Pintana, San Joaquín y Pedro Aguirre Cerda. Una respuesta ligera y típicamente neoliberal nos hablaría de que se debe a liderazgos personales y buena gestión y, sin descartar que en alguna medida influyan, no creo que sean el elemento decisivo, ya que correlacionalmente siempre la actual oposición ha recibido muy buenas votaciones, tanto a nivel parlamentario como presidencial, y salvo La Pintana en las otras dos comunas ha habido cambio de alcaldes sin afectar mayormente la votación.
Creo la pista la debemos buscar en otra parte, en una densidad social articulada en torno a una memoria compartida en donde territorios específicos como La Legua, La Victoria y San Rafael irradian una vitalidad política que sostiene un compromiso con su historia, con sus anhelos todavía insatisfechos pero llenos de orgullo y simbología. Son comunas y territorios en que la modernización aun está a medio camino, y en ningún caso quiero esbozar la ingenua idea que pobreza igual izquierda (los mismos resultados electorales lo demuestran), se trata de dar otro sentido a la modernidad, o tal vez recuperar el camino fundador de los ideólogos modernos aquellos que nos hablaban de revolución o de igualdad, fraternidad y libertad.
Quizás de eso se trata: de rescribir la modernidad no con una modernización vaciadora de los propios principios modernos, sino una modernidad que incorpore su propia historia, su pasado, su memoria (posmodernos me acusarán algunos). Pienso en los habitantes de la Población San Rafael, o de la mismísima Villa Salvador Allende en La Pintana, de los cuales aprendí mucho mientras investigaba sobre su historia, su dignidad, su esfuerzo y su principio inalterable de no olvidar sus luchas; por mucho que los altos dirigentes que apoyaban los invitaran al silencio o a la amnesia, ellos estarían allí como testigos insobornables de una historia que no podía morir. Ellos se encargaban de ser portadores de esa memoria al resto de sus vecinos, impregnándole a la política un sentido que no se veía en las altas esferas, preocupadas de construir un futuro etéreo que hoy se cae a pedazos.
En las huellas del pasado renace la posibilidad más cierta de transformación, no en un futuro incierto sino en un presente que necesita urgentes cambios para la gran mayoría de los chilenos agobiados por las deudas futuras.
*Artículo publicado por El Mostrador 9 de diciembre, con título levemente modificado
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Foto: Claudina Núñez, alcaldesa de Pedro Aguirre Cerda, al ser electa en 2008 – bdeboikot / Licencia CC
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