Fue un año de antología. Esa inflexión en la historia que estalla pocas veces y anticipa un cambio de ciclo, el nacimiento de otra época. Demasiados años ocurriendo al mismo tiempo, veloces e insurgentes, tan peligrosamente desprevenidos, corriendo el cerco de lo posible, abandonando la sobriedad políticamente correcta de lo imaginable. Imitando la explosión de las revoluciones de los años sesenta para enamorarnos aun más de nuestra frágil democracia; porque después de todo, es ella misma el espejo de nuestras imperfecciones y el patrimonio más delicado de nuestra convivencia.
Un año con ciudadanas y ciudadanos insolentes y furiosos, echando abajo las catedrales de la prudencia, el sofisma de la gobernabilidad y “las policías del pensamiento”. Fundiendo utopías digitales con rezagos analógicos e impúdicos indicadores globales. Con la desigualdad, desnuda y arrogante, adherida en cada esquina del formidable modelo económico que alcanza los 16 mil dólares. Un galopante nihilismo en las palabras, que vino a desenmascarar el consenso en torno a la mercancía y la fatiga de las morosidades.
Fueron tantos años transcurridos en esos 12 meses, tantas franjas de un tiempo remoto y reciente, linkeándose con un presente agitado e inquieto, motor de cientos de acontecimientos ocurriendo simultáneamente, yuxtaponiéndose unos sobre otros como un catalejo ansioso. Una fusión temporal que une la ficción y la realidad en la pantalla del masivo televisor: Los Ochenta y Los Archivos del Cardenal recordándonos los capítulos más tétricos y valientes de la dictadura militar; mientras un policía en una noche de protestas en Santiago dispara al aire hiriendo mortalmente a un joven en Macul, negando primero los hechos, como una noticia extraída de ayer.
Porfiadas imágenes que se internan en la vida cotidiana del siglo XXI con una fuerza inusitada y sobrecogedora; emociones de antaño que aparecen desnudas en un presente-pretérito. Como si las claves del futuro aparecieran de pronto en alguna esquina abandonada de la memoria reciente. Masivas protestas en las calles, con la represión castrense de la nueva forma de gobernar, flamantes ministros que se obsesionan con criminalizar las demandas estudiantiles, apuntando sus dedos a los encapuchados de hoy, los extremistas de ayer. Haciendo un zoom a los hechos de violencia, mientras familias completas y en paz desbordan las avenidas del país.
Un tiempo cíclico, que va y vuelve como un capricho del devenir, entrando a palacio los que ayer en Chacarillas rendían un sentido homenaje al Capitán General, mientras cientos de colegios son tomados por estudiantes resueltos a perder su año escolar inflamando con nuevos ideales el letargo democrático de la transición. Semanas y meses tensionados por una ciudadanía resuelta a mostrar todo su poder, su escepticismo de la política, su indignación mundial con la desigualdad y la impunidad del capital. Desde tantos lugares del mundo se multiplican las adhesiones a los manifestantes chilenos, acciones tan parecidas a los testimonios de solidaridad internacional durante los extensos años de la dictadura militar.
Oralidades ochenteras de ayer que se confunden con los destellos globales de hoy en las sofisticadas redes sociales: ¡adelante, adelante, obreros y estudiantes!; ¡el pueblo, unido, avanza sin partidos! en una abigarrada mezcla de panfletos de papel, chapitas metálicas, mensajes de texto y fotografías digitales subidas a la web.
Una música de fondo, reveladora de otras rupturas, acompaña la emergencia de nuevos liderazgos, portadores de otra promesa para el país. En las canciones rockeras de Los Bunkers, regresa la poesía íntima y revolucionaria de Sivio Rodríguez, mientras la herencia musical de Víctor Jara o nuestra Violeta, parece continuar en las reveladoras voces de Manuel García, Chinoy o Camila Moreno. El canto nuevo de los sesenta y las populares bandas tropicales, inspirando la invención de sonidos singulares en pleno siglo XXI con Chico Trujillo, Juana Fe y tantos otros.
Cuántos años quisieron despertar de pronto, con una energía inagotable, de la mano de dirigentes jóvenes con un sorprendente rendimiento mediático. Una revuelta muy al sur del mundo acaparando las portadas más influyentes del hemisferio norte y una bandera chilena alentando las protestas estudiantiles en Colombia. Un sismo social y político que vino a cuestionar la normalidad democrática de las elites constructoras de la transición: esa república binominal parapetada con pánico en su ilegitimidad. Un ciudadano analógico que se va, con sus miedos y artefactos del siglo XX y un nativo digital que repolitiza su individualidad: hiperconectado, hiperventilado, creativo y mordaz.
Ahora, con algo de perspectiva. En una cierta calma estival sobre un mirador imaginario, el 2011 sorprende por su pulsión y su aceleramiento histórico, un motor de tiempos mixtos, anhelos de un pasado reciente convertidos en insignias digitales y multimedia. Modernos carnavales estudiantiles con caceroleos ochenteros; íconos históricos como el Ché Guevara fundidos con la máscara ficticia de la V de Vendetta y la performance popera de Thriller con miles de jóvenes frente a la Plaza de la Ciudadanía, recordándonos que algo se está muriendo.
Un año inolvidable, alojado para siempre en el disco duro de varias generaciones. Demasiado tiempo atrapado en la extensión finita de un año calendario, un vertiginoso 2011 que vino a fundir sucesos de otras épocas y sueños democráticos que aun permanecen pendientes.
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