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«La ciudad que queremos», el cliché del statu quo

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Que el lector busque “la ciudad que queremos” en Google y se sorprenda por sí mismo. Según el buscador, son más de un millón y medio las entradas que contienen esta frase. Si nos ponemos un poco más refinados y buscamos la interrogante “¿qué ciudad queremos?”, la cantidad de resultados se reduce a tan solo 80 mil 800, que de todas maneras no deja de ser un número bastante abultado. A decir verdad, a mí no me extraña en absoluto. Después de todo, en el último tiempo he leído expresiones como éstas en cientos de artículos, las he escuchado en no menos conversaciones, y no hay conferencia, foro o seminario en que alguien no las pronuncie. Es cosa de ir a uno de estos eventos y quedarse a la sesión de preguntas y respuestas:

– Profesor, me gustaría saber qué opina usted de la construcción de carreteras urbanas y del cobro de peaje en ellas. ¿Son un buen instrumento para mejorar la movilidad en la ciudad? ¿No cree que sólo benefician a las personas de más altos recursos?

En ese momento el interpelado tomará un poco de aire, se llevará la mano a la barbilla, fijará su mirada en un punto indeterminado en el horizonte, y con su voz más grave y pausada dirá algo como “es muy interesante su pregunta, pero yo partiría de más atrás, que para definir una política de infraestructura y transporte adecuada a nivel urbano debemos antes hacernos una pregunta de fondo –siempre es de fondo-, y es qué ciudad queremos, porque…”

A veces el que usa la frase es alguien del público que quiere demostrar a los demás su inmensa inteligencia y la ceguera de los organizadores que no lo consideraron para ser parte del panel de expositores. Un clásico es el tipo de barba, anteojos y bufanda lila (afuera hay cuarenta grados), quien al final del seminario quiere hacerse el culto, y entonces agarra el micrófono, para después de una eterna introducción señalar de manera taxativa que la presentación del doctor mengano sobre el calentamiento global y la regularización de los comerciantes ambulantes ha sido tremendamente superficial, porque ha hecho caso omiso de la pregunta fun-da-men-tal que debemos hacernos todos, que es qué modelo de ciudad queremos. Después se sienta, le susurra algo como” ¿viste que lo dejé callado?” a quien está sentado a su lado, para posteriormente mirar al resto de la audiencia con aire triunfal.

No hay que dejarse engañar; lo más probable es que ambos personajes no tengan la menor idea en la cabeza sobre el problema planteado, pero para no quedar como ignorantes sacan a escena una frase que suena tremendamente profunda, lo suficiente como para que la gente se vaya pensando a la casa abrumada por la nueva perspectiva expuesta. El cliché sirve para cualquier tema, que siempre habrá una buena razón para hacer un alto, mirar hacia atrás y preguntarse de dónde viene y hacia dónde va nuestra ciudad. ¿Qué podemos hacer para enfrentar la escasez de agua a nivel urbano? Primero, debatir qué entendemos por agua y cómo ésta se relaciona con un medio construido que debemos repensar… ¿Deben permitirse las manifestaciones y marchas que cortan el tránsito en el centro? Bueno, antes que eso, sería bueno abrir el debate sobre los conceptos de ciudadanía y ciudad que queremos fomentar… ¿Es necesario frenar la expansión urbana? ¿Qué tanto debe intervenir el Estado en el mercado de suelo urbano? ¿Cuál es la importancia del agua en las inundaciones que afectan periódicamente a la capital? Sí, exacto, primero hay que sentarse a discutir la ciudad que deseamos, que eso es lo más importante para después encontrar las respuestas a estas y otras interrogantes.

De un tiempo a esta parte el debatir, discutir, pensar, soñar la ciudad que queremos se ha transformado en la respuesta políticamente correcta para enfrentar cualquier problemática urbana. ¿Qué tan adecuada es? Hasta donde yo sé, Ildefons Cerdà no le preguntó a mucha gente su opinión a la hora de plantear el ensanche de Barcelona, y harto bien le quedó el trabajo. Lo mismo puede decirse de la labor del Barón Haussmann en París, de Pierre L’Enfant en Washington DC, ambos con resultados más que satisfactorios, o de Lucio Costa en Brasilia, aunque aquí la evaluación sea un poco más discutible. Si bien es cierto los grandes realizadores urbanos contemporáneos generalmente tratan de considerar en sus planes las demandas y deseos de la población (lo que podríamos llamar la visión colectiva de la ciudad), no es menos cierto que lo hacen como complemento de sus ideas previas de lo que debe ser un entorno urbano y cómo debe construirse, implementarse y vivirse. Estoy seguro que tipos como Enrique Peñalosa (Bogotá), Jaime Lerner (Curitiba), Janette Sadik-Khan (Nueva York), Sam Adams (Portland), John Norquist (Milwaukee) o Sergio Fajardo (Medellín) tenían bastante claro lo que iban a hacer en sus urbes mucho antes de asumir sus cargos; la opinión de la ciudadanía puede haber retroalimentado sus ideas, pero resulta claro que en todos estos liderazgos exitosos las visiones personales resultaron mucho más poderosas que las colectivas. ¿Cómo debatir sobre ciudad –en el sentido más amplio de la palabra- en megalópolis como el DF, Caracas, Lima, Santiago o Buenos Aires? ¿Cuáles son los mecanismos y quiénes son los llamados a decidir esto? Alguno de los iluminados dirá que primero es necesario discutir sobre qué modelo de debate queremos.

Mea culpa

Debo ser honesto y decir que la muletilla de “la ciudad que queremos” la he ocupado más de alguna vez, por lo común con buenos resultados. El que se dé el trabajo, seguramente la encontrará más de alguna vez en mi blog. Lo que pasa es que es tan sacadora de apuros que resulta muy difícil evitarla.

Hace unos años me tocó hacer un taller con los locatarios de un mercado en Xochimilco, ciudad de México. La idea era que ellos pudieran descubrir y exponer sus visiones de ciudad para así generar ideas de intervención urbana en los próximos veinte años, tanto a nivel local como metropolitano. Cuando planteé la pregunta de qué ciudad querían me quedaron viendo como si fuera un marciano. Después de una larga explicación, uno de los asistentes levantó la mano y dijo que lo que más deseaba era que se cambiaran las ampolletas en los pasillos, ya que las que había o estaban quemadas o iluminaban muy poco, y eso repercutía negativamente en sus locales y en el aspecto general del inmueble. Otro señaló que le gustaría que limpiaran y pintaran el baño, mientras un compañero indicaba que su visión a futuro del lugar partía por la reubicación de los ambulantes que se instalaban en la entrada y que constituían una competencia desleal. Hasta ahí no más llegaron; en la hora que duró el taller sus visiones urbanas no fueron más allá de cuatro cuadras del mercado, y siempre referidas a cosas tremendamente domésticas, como la recolección de basura, la limpieza de la calle, o el mejoramiento de la instalación eléctrica de sus negocios.

¿Acaso no tenían visiones de ciudad? Claro que las tenían, y muy válidas por cierto, que después de todo la ciudad que importa a la mayoría de la gente es la que vive a diario, y ésta se encuentra plagada de problemas y situaciones que usualmente no requieren de grandes visiones metropolitanas. Los personajes graves señalados al principio fruncen el ceño ante esto, no creen que gran cantidad de problemas urbanos no requiera de un gran marco teórico, y que para reparar un baño público no es necesario replantearse la relación que como ciudadanos tenemos con el medio ambiente en general y con el agua en particular.

Que se me entienda bien, no estoy diciendo que pensar o discutir la ciudad como concepto sea un ejercicio inútil o una absoluta pérdida de tiempo; siempre será necesario hacer una revisión de los principios que guían la construcción del ámbito urbano, y las metrópolis exitosas así lo entienden, poseyendo una carta de navegación clara que orienta todas sus acciones. Sin embargo, esta ruta puede resultar peligrosa si se deja en manos de aquéllos que como respuesta automática siempre sacan a colación el manido argumento de discutir la ciudad que queremos. Las propuestas de estos personajes están pensadas para el año dos mil cincuenta y nunca, cuando los problemas ya se hayan olvidado o resuelto solos, mientras sus sucesores seguirán planteando la urgente necesidad de debatir a nivel ciudadano el modelo de ciudad que queremos. La historia se repetirá, primero como tragedia y luego como farsa.

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06 de agosto

Estimado, interesante punto de vista, con abundantes nombres de entendidos universales, sin embargo, en mi modesta y tal vez no tan informnada opinión, concuerdo con sus amigos del taller, no tenemos mas visión urbana que la que nos rodea, una ciudad donde YO pueda vivir, un luar donde me pueda desplazar aunque yo sea semivalente, anciano, niños, jóven, adulto ejecutivo. Una ciudad con un «entorno favorable» (frase tan sacadora de apuros como la suya). Una ciudad de fácil desplazamientlo para pasear, para llegar a timpo al trabajpo, al colegio, al mercado.
Una ciudad de 300.000 habitantes, tendrá a 299.999 habitantes con una visión diferente en casi todos los aspectos que los entendidos puedan plantear. Salvo en una: Querenos una ciudad que podamos querer.
Saludos afectuosos
Armando Torres Álvarez

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