En Chile las ciudades son tremendamente injustas. A las graves desigualdades de ingreso, nuestras ciudades añaden cargas adicionales; contribuyendo a la segregación social, económica, espacial y cultural de las personas. Por ejemplo, si comparamos el índice de desarrollo humano (IDH) comunal (indicador combinado de ingresos, salud y educación) con el IDH país, podemos establecer brutales conclusiones. Cinco comunas viven sobre los estándares de Noruega, el país con mayor IDH a nivel mundial, mientras el 75% de las comunas vive bajo el estándar chileno. En este sentido, una ciudad justa no pasa sólo por un subsidio de localización como sugiere el alcalde de Peñalolén, Claudio Orrego. Más bien se requiere implementar reformas profundas a nuestro modelo desregulado y fragmentado de hacer ciudad.
Una ciudad justa significa que el Estado vela para que el conjunto de la sociedad tenga acceso a las mismas oportunidades, independiente de su posición geográfica o su condición social. En una ciudad justa el Estado, desde lo público, asegura igual acceso a espacios públicos y servicios de calidad en comunas ricas y pobres.
No será posible que Chile avance hacia un modelo de ciudad justa sin una política integral de gestión urbana que incluya a lo menos cuatro reformas: una reforma de presupuestos municipales, la compensación por externalidades negativas, políticas multisectoriales de intervención sobre ciudad y un sector público protagonista del mercado de suelos.
Para desplazarse hacia un modelo de desarrollo de ciudades justas es necesario comenzar con las cuatro reformas enunciadas anteriormente. Primero hay que acabar con el sistema perverso de constitución de presupuestos municipales, que premia a las comunas más ricas y que permite un círculo vicioso de concentración espacial de la actividad económica.
Segundo, es necesario establecer un fondo regional de compensación por externalidades negativas. Ser pobre en Chile no sólo significa tener ingresos escasos, vivir en guetos de pobreza y bajo un presupuesto municipal incapaz de ofrecer oportunidades y calidad de vida. Además, significa hacerse cargo de todas las externalidades negativas del desarrollo de la ciudad.
En tercer lugar, es necesario dar competencias a gobiernos locales y regionales para emprender en el mercado de suelos. Valores de suelos altos determinan territorios protegidos de la acción del gobierno en materia de políticas de vivienda o de equipamientos con externalidades negativas, como vertederos o cárceles. Por ejemplo, comunas como Las Condes o Vitacura nunca serán objetivo de estas políticas, no sólo por presión política, sino básicamente por sus altos valores de suelo. Por otro lado, la prohibición al Estado de expropiar o reservar terrenos centrales para proyectos estratégicos ha conducido a una política de vivienda que busca bajos valores de suelo y de esta manera concentra la pobreza en comunas periféricas. De esta manera nuestra ciudad construye guetos de riqueza que concentran las oportunidades y guetos de pobreza que concentran los problemas sociales.
Nuestro modelo urbano de desarrollo es injusto porque, lejos de equiparar la desigualdad del ingreso de los individuos, profundiza la desigualdad de acceso a oportunidades.
* Pablo Navarrete Hernández, Secretario Ejecutivo de la Corporación Más Progreso
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