No es casualidad que en el bicentenario de la república, surja con gran despliegue el interés general por determinar cuáles han sido los elementos constitutivos en la formación de nuestra identidad como nación. Teniendo como telón de fondo una dimensión cultural amenazada por el desarrollo de un capitalismo en su fase globalizada, se hace necesario reflexionar desde la historiografía, sobre cuáles son las diferentes dimensiones desde la cuales se han abordado la construcción de las identidades nacionales.
Esta discusión sobre identidades, tiene su origen en investigaciones relativamente recientes, surgidas a mediados de la década del 80′, como parte de la crisis de los paradigmas modernos y del fuerte debate desarrollado por las corrientes posmodernas.
En la tipología que se ha elaborado sobre la noción de identidad, es posible encontrar versiones que van desde construcciones claramente esencialistas, hasta otras posmodernas, donde la identidad será alimentada históricamente como un fenómeno puramente discursivo.
La primera de estas versiones corresponde a una serie de rasgos más o menos fijos de tipo cultural, sustanciales a cada pueblo; una especie de psicología o carácter que se perpetúa a lo largo del tiempo, aquella que ha sido alimentada históricamente a través de los discursos identitarios tradicionales de nuestra historiografía, como aquel que señala a la homogeneidad como uno de los rasgos propios de la identidad nacional chilena. Dentro de esta categoría se encuentran las versiones y discursos elaborados por una parte de la intelectualidad de comienzo de siglo, como son los trabajos del Dr. Nicolás Palacios en Raza Chilena (1904), y del historiador Francisco Antonio Encina, con su Historia General de Chile (1952) y Nuestra inferioridad económica (1911); ambos vinculados al tema de la raza como una suerte de código genético, susceptible de explicar tanto la sociología de un individuo como al colectivo social. Un código que para estos autores, resultaba relevante como factor de cambio o permanencia histórica, más determinante incluso que el determinismo de las circunstancias o del medio ambiente. En el caso particular de Encina, este historiador, creía que los caracteres psicológicos de una raza o de un pueblo, eran transmitidos por herencia; en ellos veía un alma colectiva que se mantiene de alguna forma inalterable a través del tiempo, además de la presencia de una serie de sugestiones colectivas como factores dinámicos de los grandes procesos políticos. La herencia psicológica, le servía para explicar la acción de los individuos relevantes en el caso de las figuras políticas. Confundía lo que son los fenómenos biológicos por una parte con los cambios culturales.Hoy en día los procesos de migración a nuestro país dan cuenta de la necesidad de ampliar las nociones de identidad e integración y de los prejuicios basados en la “raza” a partir de reflexiones que incorporen al otro como sujeto de derecho y participe en la construcción de las identidades nacionales.
En 1910, año del centenario, estos autores, enfrentados al deterioro moral de la elite, promueven la figura del roto como síntesis mestiza de la raza chilena y elaboran para ello un pensamiento sensible a los problemas sociales aunque con connotaciones de nacionalismo racial.
Desde una mirada claramente metafísica y conservadora, se inscribe dentro del mismo género sustancialista, el historiador Jaime Eyzaguirre con su halo espiritual cristiano, encarnado por la acción histórica de España, que para el caso de América era representado por la figura histórica del hidalgo; hombre para Eyzaguirre de una gran fuerza moral y visión política, que introdujo en Chile los elementos de una cultura superior, convirtiéndolo en el fundador de la nacionalidad chilena.
La historiografía marxista, corriente que ha investigado sobre la cultura popular, o de lo popular; esta ha podido dar cuenta de diversas expresiones de una identidad colectiva, ya sea indígena, pobladora, campesina o minera, las que han sido capaces de articular lo propio como una forma de resistencia colectiva. De ahí que el discurso cultural impuesto hegemónicamente por una elite tradicional, logra articular en forma de respuesta a dicha hegemonía, un patrimonio cultural identitario, que nutre las prácticas cotidianas de los sujetos populares. De esta forma, son los propios sujetos los que constituyen su basamento identitario, a través de los diferentes procesos de exclusión e inclusión social a lo largo de la historia. Emerge a partir de las experiencias sociales ciudadanas, un proyecto histórico que se edifica desde la comprensión que hacen los sujetos de su propia realidad. La historiografía marxista, particularmente de la visión de lo nacional que hacen los historiadores Julio Cesar Jobet, Hernán Ramírez Necochea, y Luis Vitale, ha centrado sus análisis historiográficos esencialmente en los grandes procesos económicos y sociales. Esta corriente historiográfica desde sus inicios al principiar la década del 50′, dio vida al arquetipo de intelectual que asume los estudios teóricos como parte de un compromiso político- ideológico, que con ciertas revisiones y nuevas sensibilidades políticas se mantiene aún vigente.
Hoy en día los procesos de migración a nuestro país dan cuenta de la necesidad de ampliar las nociones de identidad e integración y de los prejuicios basados en la “raza” a partir de reflexiones que incorporen al otro como sujeto de derecho y participe en la construcción de las identidades nacionales.
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